jueves, 15 de junio de 2017

VERDAD DEL DOGMA DE LA EUCARISTÍA




Hoc est Corpus meum... Hic est Sanguis meus.
Este es miCuerpo... Esta es mi Sangre.
(Mat., XXVI, 26 y 28).

¡La Eucaristía! ¡Dios con nosotros! ¡Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, oculto bajo las humildes especies de pan y vino! ¡Qué prodigio! ¡Qué abismo insondable de maravillas las más incomprensibles!

¡La Eucaristía! He aquí el supremo esfuerzo de la sabiduría, poder y bondad de Dios, a pesar ser infinitamente sabio, bueno y poderoso. He aquí el inefable resumen de los más grandes misterios de nuestra fe. Aquí encuentro el misterio de la Encarnación: el Verbo hecho carne; el misterio de la Santísima Trinidad: al Verbo de Dios están unidos, con indisolubles lazos, el Padre y el Espíritu Santo; el misterio de la Redención: mediante la Eucaristía, Jesucristo renueva, de manera incruenta, el sangriento sacrificio del Calvario.

¡La Eucaristía! He aquí el compendio más acabado de la religión; el centro, el foco y el fundamento del cristianismo; el objeto principal de nuestro culto.

Es la fuente fecunda de la piedad católica. Es la verdad más dulce, más suave, más consoladora, y la que mejor fortalece el corazón cristiano; pero al mismo tiempo es también la verdad más sublime, la más admirable para nuestra inteligencia, la que más desconcierta los cálculos de nuestra débil razón y la más contraria a las apariencias que se ofrecen a nuestros sentidos.

Ahora bien, menester era que el más notable y relevante de todos los dogmas fuera también el mejor probado. Dios estaba obligado a ello, tanto por sí mismo como por nosotros; y Dios no se ha faltado ni a sí mismo ni a nosotros, haciendo resplandecer esta verdad con luminosísimas pruebas, accesibles así para la fe del ignorante como para la creencia del sabio; de suerte que, nunca como cuando se trata de la Presencia real, debemos repetir las palabras del Salmista: ¡Señor, habéis hecho vuestros testimonios excesivamente creíbles!. Y en efecto, de cuantos dogmas profesamos, ninguno hay que con mayor claridad esté expuesto en las Escrituras, ni más solemnemente proclamado por la Iglesia.

I

El prodigio de la Presencia real de tal modo rebasa los límites de la razón humana, que Nuestro Señor creyó oportuno anunciarlo a sus discípulos un año antes de la institución, dándoles una formal promesa de que llevaría a cabo este prodigio.

El hecho acaeció en la sinagoga de Cafarnaúm, después de la multiplicación de los panes. El pueblo que acababa de ser alimentado con los cinco panes de cebada y los dos peces, hallábase presente todavía. Tomándolo Jesús en el éxtasis, por decirlo así, del milagro, lo eleva de este hecho estupendo al pensamiento de un espectáculo más maravilloso todavía. Anuncia el nuevo alimento y la nueva bebida que va a dar al mundo: ¡este alimento y bebida es El mismo!

Hace notar que es una substancia divina, y no deja la menor duda sobre la identidad de su persona con el pan eucarístico: Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo. El pan que yo daré es mi carne.

Distínguela del maná, que no era más que su figura: Este pan bajado del cielo es muy diferente del que comieron vuestros padres y que no les libró de la muerte .

Marca sus efectos en el tiempo y en la eternidad: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y yo en él... El que come de este pan vivirá eternamente. Ante tales declaraciones, la muchedumbre, admirada, exclama: «¿ Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Cuanto era mayor su admiración, tanto más insiste Jesús en sus promesas: De verdad, de verdad os digo, que si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Esta promesa, pues, renuévala el Señor y confírmala con juramento. Después que los judíos se hubieron retirado de la Sinagoga, al quedarse Jesús solo con sus discípulos, prosigue todavía su predicación, en la que repite y afirma de nuevo su promesa. Muchos, escandalizados, exclaman: ¡Muy duras son estas palabras! ¿quién podrá oírlas?. Pero sin hacer caso de, esto, Jesús, en vez de atenuar la fuerza de sus expresiones, aparta la mente de sus discípulos de toda concepción material y les propone por blanco otro prodigio: el de la glorificación visible de su cuerpo en su triunfante Ascensión. Os escandalizáis de estas palabras; mas ¿qué será cuando viereis al Hijo del hombre subiendo al cielo, donde antes estaba? Espíritu y vida son mis palabras: queriendo decir con esto, que no debían entenderse en sentido grosero y carnal, como lo hacían, sino más bien en el sentido de una presencia sobrenatural, aunque real, a la manera de los cuerpos resucitados. Al oír semejantes palabras, muchos discípulos se alejan y cesan de seguir a Jesús: ¡tanto les desconcierta y espanta el milagro anunciado! Con todo, Jesús no rectifica, no se corrige, no los vuelve a llamar: le han comprendido perfectamente. Trátase, en efecto, de comer su sagrada carne y beber su divina sangre. Sus doce apóstoles están todavía allí. Y vosotros, ¿me queréis dejar también?. Pero entonces Pedro, respondiendo por todos, exclama: ¿A dónde iríamos, Señor? Vos tenéis palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que sois el Cristo, Hijo de Dios vivo. No comprenden todavía Pedro y los demás apóstoles cómo obrará Jesucristo aquel milagro; pero saben que es Dios, y que Dios hace cuanto dice, y que ninguna de sus palabras deja de producir el efecto intentado.

Nada puede igualar la grandeza de este cuadro, si no es la misma escena en que dicho milagro se verifica.

Un año acababa de transcurrir, y había llegado la noche de la última Pascua. Jesús se hizo preparar una sala espaciosa, ricamente tapizada: única ocasión, como nota Bossuet, en que no quiso mostrarse pobre. Pensemos con detención las circunstancias de este gran suceso, con el respeto y recogimiento más profundo. A punto está ya de sonar la hora de la inmolación sangrienta de Jesucristo; va a hacer su último testamento y comunicar la orden más sublime que se oyó jamás; acaba de declarar a sus apóstoles que iba a hablarles sin figuras, como a confidentes y amigos; sabe el sentido que la Iglesia dará, en el transcurso de los siglos, a las palabras que va a pronunciar; había ya lavado los pies a sus discípulos... cuando, tomando el pan en sus santas y venerables manos y elevando los ojos al cielo, hacia Dios Padre Todopoderoso, dale gracias, y, sin añadiduras, sin explicaciones que restrinjan o cambien el sentido de las palabras, con aquel acento sencillo y fecundo que creó el universo, bendice el pan y lo da a sus discípulos, diciendo : TOMAD Y COMED, ESTE ES MI CUERPO QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS. Después, cogiendo el cáliz, prorrumpe también en un hacimiento de gracias y se lo da, diciendo: BEBED TODOS, PORQUE ESTA ES MI SANGRE, LA SANGRE DEL NUEVO TESTAMENTO QUE SERÁ DERRAMADA POR MUCHOS PARA LA REMISIÓN DE LOS PECADOS. HACED ESTO EN MEMORIA DE MÍ. La maravilla de las maravillas ha tenido ya su completa realización; ya se ha conferido el poder de los poderes. Según las palabras de Cristo, lo que está en sus manos no es ni la señal de su cuerpo, ni la virtud de su cuerpo, ni la figura de su cuerpo, ni el pan con el cuerpo: es (porque el pan no existe ya) el cuerpo del Salvador, el mismo cuerpo que será entregado. Este es mi cuerpo; esta es mi sangre: estas palabras son más claras que la luz del mediodía; es tal su evidencia, que aun los mismos impíos se ven obligados a confesarla. Lutero pretendió demoler todo el cristianismo, con la Biblia en la mano; pero un día el texto, hasta allí al parecer dócil, se hizo rebelde a todas las tergiversaciones del heresiarca, viéndose éste constreñido a pararse ante estas cuatro palabras: Este es mi cuerpo, declarando que le era imposible ir más allá. «Ojalá, dice, hubiera alguien tan hábil, capaz de persuadirme que en la Eucaristía no hay sino pan y vino. Este tal me haría un gran servicio. Muchos sudores me cuesta semejante cuestión; pero confieso que me siento encadenado y no veo medio alguno de salir de aquí. El texto del Evangelio es demasiado claro, textus Evangelii est nimis apertus!».

El texto del Evangelio es demasiado claro para la malicia del impío, mas no para la fidelidad de vuestros hijos, ¡oh Jesús mío! Bendito seáis por haber iluminado nuestra fe con tan deslumbradoras claridades. ¡Ah, es verdad! en vuestro Sacramento de amor, si sólo diéramos fe a nuestros ojos, a nuestro tacto, a nuestro gusto, nos descaminaríamos por las sendas del error, y exclamaríamos: Esto es pan. Pero al punto se nos presenta vuestra palabra, y en ella creemos sin subterfugios ni atenuaciones de ninguna clase. Creemos todo lo que habéis afirmado, aunque el misterio que Vos nos proponéis exceda infinitamente nuestra débil razón.

Visus, tactus, gustus in te fallitur, 
Sed auditu solo tuto creditur.
Credo quidquid dixit Dei Filius, 
Nil hoc verbo veritatis verius .

II

Bien puede decirse que, entre todos los dogmas, ninguno hay tan solemnemente afirmado por la Iglesia como el de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Hállolo escrito con gruesos y resplandecientes caracteres en su historia, en su organización, en sus prescripciones litúrgicas, en sus monumentos, en las obras de sus doctores.

La Iglesia ha creído siempre en la Presencia real: testigos los escritos de los apóstoles. Dóciles a las órdenes de su Maestro, enseñan el misterio del amor, consagran la Eucaristía, y diariamente comparten con los fieles los sagrados misterios, frangentes circa domos panem. San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios, después de exponer la institución de la Eucaristía, recuerda a los cristianos de Corinto las disposiciones que exige la sagrada Comunión. Las consecuencias que saca serían inexplicables sin la Presencia real; al paso que este dogma autoriza y justifica todas sus palabras: Todo el que comiere el pan y bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y sangre del Señor. Pruébese (antes) el hombre a sí mismo y coma entonces de este pan y beba de este cáliz. El que lo comiere y bebiere indignamente, come y bebe su propia condenación, no discerniendo el cuerpo del Señor.

La Iglesia ha creído perpetuamente en la Presencia real: testigos son de ello los escritos de los santos doctores. No obstante la circunspección con que, en los primeros tiempos, revelábase a los iniciados el augusto Sacramento, para no exponerlo a las befas y profanaciones de los impíos, no traslució tan poco al exterior que los gentiles no tuvieran ocasión de echar en cara a los cristianos que, en sus reuniones nocturnas, comían la carne de un tierno niño. Tal como lo entendían los paganos, esto era una vil calumnia; pero en sí era una portentosa realidad. Por lo demás, en las obras de los santos Doctores encontramos mil veces consignada la fe eucarística, tal como nosotros la profesamos hoy en día. San Ignacio, sucesor de San Pedro en la sede de Antioquía, hablando de ciertos herejes de su tiempo, dice: «que se abstienen de la Eucaristía porque no quieren reconocer que es la carne de Jesucristo, Salvador nuestro: la misma carne que sufrió por nuestros pecados, y la que el Padre, en su bondad, ha resucitado». San Justino, que vivía a principios del siglo II, cuenta lo que pasaba en las asambleas de los cristianos; y después de decir que los diáconos distribuían el pan y el vino, añade: «Llamamos a este alimento Eucaristía; no le tomamos como un alimento y bebida común, porque así como creemos que el Salvador ha tomado carne y sangre para nuestra salud, así confesamos también que este alimento, sobre el cual han sido pronunciadas las palabras de Cristo, ha venido a ser la carne y la sangre del Verbo encarnado». San Ireneo, uno de los primeros predicadores de la fe en las Galias, también del siglo II, sírvese de este dogma para afirmar el de la resurrección de la carne: «.¿Cómo admitir que no resucitará nuestra carne, si ha sido alimentada con el cuerpo y la sangre del Salvador?».  ¿Quién no conoce las palabras de Tertuliano, que vivió en el siglo III? «Nuestra carne, dice, está alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, a fin de que nuestra alma engorde de divinidad». «Puesto que el Verbo dice: ESTE ES MI CUERPO, — exclamaba en el siglo IV San Juan Crisóstomo, --- no hay lugar a dudas: ¡creamos! Son muchos los que dicen: ¡Cuánto me gustaría ver al Salvador revestido con el mismo cuerpo con que vivió sobre la tierra! Pues bien, yo os certifico que este mismo es cabalmente el que veis y tocáis, el que recibís en vuestro corazón, el mismo que coméis en el altar». Así hablan todos los Doctores; y sus afirmaciones son tan fuertes, tan decisivas, tan abrumadoras para el error, que los protestantes, para librarse de la importunidad de semejantes testimonios, han debido romper con ellos y aislarse en medio de los siglos, sin tradición, sin recuerdos, sin predecesores ni antepasados.

La Iglesia ha creído siempre en la Presencia real: buena prueba son de ello esos templos magníficos, monumentos imperecederos de la fe de los pasados siglos. ¿Quién ha edificado esas espléndidas iglesias, esas magníficas catedrales, esas basílicas gigantescas, maravillas del arte cristiano y que hoy todavía arrebatan nuestra admiración? La piedad de nuestros padres, que quisieron dar al Emmanuel la habitación más digna que les fuera posible.

La Iglesia ha creído siempre en la Presencia real: ¿qué mejor prueba que los ritos admirables de su liturgia? Todo, en ella, repite de la manera más expresiva que Jesús está verdaderamente presente en la divina Eucaristía; esto dice el tabernáculo decorado con las más ricas telas; esto la piedra del sacrificio, consagrada con tan numerosas bendiciones; esto los manteles del altar, alejados de los usos profanos mediante la virtud de santas y santificadoras plegarias; esto los vasos sagrados, hechos de materias preciosas y a los cuales no pueden llegar manos profanas; esto las luces que brillan durante la santa Misa; la lámpara simbólica del santuario, que vela continuamente a la puerta del tabernáculo; las numerosas genuflexiones que hace el sacerdote después de pronunciar sobre él pan y el vino la fórmula sacrosanta de la consagración; las palabras que repite el ministro sagrado cada vez que da la Comunión, a saber : «El cuerpo de nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna»; y esto dicen, además, el pueblo prosternado durante el tiempo en que se efectúan los grandes misterios de la ley nueva; la fiesta instituida por la Iglesia y llamada fiesta del Corpus Christi; las procesiones triunfales en las que pasea, a través de nuestras ciudades y aldeas, a su augusto Esposo; las reparaciones solemnes que prescribe cuando algún templo ha sido profanado; los gloriosos nombres que da a la Eucaristía: pan de los ángeles, pan de vida, pan vivo, Hostia sacrosanta, Santísimo Sacramento, Sacramento del altar, sagrado Viático; y esto, finalmente, ese santuario separado del resto de la Iglesia, en donde sólo pueden entrar los sacerdotes...

La Iglesia ha creído siempre en la Presencia real: ved si no los decretos solemnes mediante los cuales ha afirmado su fe. Diez siglos habían pasado ya desde la institución de este divino Sacramento. Todos los fieles cristianos, sin contradicciones ni repugnancias, adoraban a su Señor y Maestro, presente bajo las especies eucarísticas. Los mismos herejes no se atrevían con este dogma, por ser demasiado evidentes las palabras de la Escritura. El primero que atacó la verdad de la Presencia real fue Berengario, arcediano de Angers. «Toda la Iglesia se escandalizó por ello», dice Hugo, obispo de Langres: universam scandalizavit Ecclesiam. Nada menos que once Concilios aplicáronse a condenar dicho error, y, en expiación, introdújose aquel hermoso, rito que acompaña a la consagración, o sea: el de levantar el sacerdote, inmediatamente después de consagrados, la hostia y el cáliz de salud para presentarlos a la adoración del pueblo prosternado. En el siglo XVI, los pseudo-reformadores echáronse sobre la Eucaristía con nuevo furor. Pero la Iglesia, guardiana infalible de la verdad, haciendo eco, en el Concilio de Trento, a los de Nicea, Efeso, Roma, Viena, Constanza y Florencia, resumió la doctrina católica en estas solemnes palabras: «Si alguien negare que, en el Sacramento de la Eucaristía, están contenidos verdadera, real y substancialmente el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con su alma y divinidad... si alguien pretendiere que en este Sacramento sólo se encuentra al Salvador como en un signo, en una figura o sólo por su virtud ¡sea anatema!».

Ciertamente, razón nos sobra para afirmar que «los testimonios del Señor son creíbles hasta el exceso», testimonia tua credibilia facta sunt nimis. Tratándose de la Eucaristía, ¡con qué gozo no pronuncia todo cristiano reflexivo aquella gran palabra, Credo! ¡Creo! Sí, creo en la Presencia real con una tradición no interrumpida de diez y nueve siglos. Creo con todos los verdaderos fieles, con todos los Santos, con genios como San Agustín, San Crisóstomo, San Bernardo, Santo Tomás, San Buenaventura, San Francisco de Sales, Bossuet, Fenelón. Creo con los hombres más grandes, más ilustres y más eminentes de toda la humanidad. Creo, porque, de tiempo en tiempo, Jesucristo se ha dignado levantar algún tanto el velo que le encubre bajo las especies sacramentales, manifestándose con brillantísimos milagros, tales como el de La Santa Capilla, que conmovió la capital francesa en tiempo de San Luis; el de Faverney en 1608; el de Bolsena (1264) en tiempo de Urbano IV, y el de Daroca en nuestra patria. Creo, porque, al llegarme a la sagrada mesa, noto una conmoción inefable por todo mi ser, un trabajo secreto, una regalada unión que, como a los discípulos de Emaús, me hace reconocer al Salvador en la fracción del pan, y porque siento algo en mí que me grita: ¡Soy Yo! ¡Ego sum!. Creo, porque la Iglesia, columna y sostén de la verdad y regla viva de mi fe, me lo enseña. Creo, porque Jesucristo ha hablado; y aunque mis sentidos no lleguen a penetrar con evidencia tan alto misterio, aunque mi razón se quede corta ante este abismo de grandeza, de poder y de amor, yo sé que Jesucristo no puede engañarme; sé que puede hacer más de lo que alcanzo a comprender; sé que la fe está por encima, mas no contra la razón; y sabiendo todo esto, exclamo con el Doctor angélico: «¡Oh Señor, bien que no puedo yo, como el apóstol Santo Tomás, contemplar vuestras llagas sagradas; sin embargo, afirmo y proclamo que sois mi Dios. Conjúroos, pues, me alcancéis que crea más y más en Vos, que en Vos espere y me adhiera a Vos con todo el ímpetu de mi corazón!».


Plagas sicut Thomas non intueor,
Deum tamen meum te confiteor.
¡Fac me tibi semper magis creciere,
In te spem habere, te diligere!


EL PARAÍSO EN LA TIERRA
O EL MISTERIO EUCARÍSTICO

por Cha. Rolland
Canónigo titular de Langres, 
Misionero Apostólico.

Obra honrada con la bendición de Su Santidad León XIII 
y con la aprobación de numerosos Prelados.


_____________________

Aun cuando la tierra toda renegara Cristo, es tal la fuerza persuasiva que encierra la dulzura inefable de una comunión, y tales lágrimas hace derramar, que esto solo me forzaría a abrazarme de nuevo con la cruz y desafiar a todo el mundo.

Federico Ozanam