jueves, 29 de mayo de 2014

CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS IV - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO



IV 
Todas las cosas se tornan en bien del que se 
conforma con la voluntad de Dios 

Locura insigne es la de aquellos que quieren resistir a la voluntad de Dios; forzados se verán a llevar la cruz, porque nadie puede impedir que se cumplan los divinos decretos, porque a su voluntad, pregunta San Pablo, ¿quién resistirá? (Rom. IX, 19). Los muy desgraciados tendrán que cargar con su cruz, pero sin fruto, expuestos a llevar en este mundo vida inquieta y turbulenta y padecer en la otra vida mayores castigos; porque ¿quién resistió a Dios y gozó de tranquila paz? (Jo. IX, 4 ). ¿Qué ganará el enfermo con desesperarse en sus dolores, que el pobre con lamentarse y quejarse de Dios en su pobreza, con rabiar cuanto le plazca, con blasfemar a su antojo del nombre de Dios? Lo único que ganará será padecer doblados trabajos. "¿Qué vas buscando, hombrecillo miserable, pregunta San Agustín, buscando bienes? Ama y busca el único bien verdadero, en el cual están todos los bienes. " Busca a Dios, únete a él, abrázate con su voluntad santísima, y vivirás siempre feliz, en esta y en la otra vida. 

Y Dios, ¿qué es lo que quiere sino nuestro bien? ¿Podremos dar con un amigo que nos ame más que Dios? Todo el empeño, todo el deseo del Señor es que nadie se pierda, sino que todos se salven y se hagan santos. El Señor, dice San Pedro, no quiere que ninguno perezca, sino que todos se conviertan a penitencia (II Ptr. III, 9). La voluntad de Dios, añade San Pablo, es vuestra santificación (I Thess. IV, 3). El Señor ha cifrado su gloria en hacernos felices; porque siendo por naturaleza, como dice San León, bondad infinita, y siendo propio de la bondad el comunicarse a otros, tiene entrañable deseo de hacer participantes a las almas de sus bienes y de su felicidad. Y si nos envía tribulaciones en esta vida, es para labrar nuestra dicha, todas son para nuestro bien, como asegura San Pablo (Rom. VIII, 28). Aun los castigos que nos envía no son para nuestra perdición, sino para que nos enmendemos y alcancemos la eterna bienaventuranza. Creamos, decía Judit al pueblo de Israel, que los azotes del Señor nos han venido para enmienda nuestra y no para nuestra perdición (Jud. VIII, 27). El Señor, a fin de librarnos de los males eternos, como un escudo nos cubre por todos lados, según la expresión del Salmista (Ps. V,13). Y no solamente desea, sino que se desvela y tiene especial cuidado, como dice David, de nosotros y de nuestra salvación (Ps. XXXIX, 18). Y después de habernos dado a su único Hijo, ¿podrá negarnos alguna cosa? El que ni a su propio Hijo perdonó, como dice San Pablo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo después de habérnoslo dado dejará de darnos cualquier otra cosa? (Rom. VIII, 32)

Con esta confianza, pues, debemos arrojarnos en manos de la divina Providencia, en la seguridad de que todas sus disposiciones van encaminadas a nuestro bien. En todos los sucesos de nuestra vida digamos con el salmista: Yo, Dios mío, dormiré en paz y descansaré en tus promesas, porque tú, oh, Señor, sólo tú has asegurado mi confianza (Ps. IV, 9). Abandonémonos en sus benditas manos, porque ciertamente velará por nuestros intereses, como dice San Pedro: Descarguemos en su amoroso seno todas las solicitudes, pues El tiene cuidado de nosotros (Ptr. V, 7). Pensemos siempre en Dios y en cumplir su santísima voluntad, que El pensará en nosotros y en nuestro bien. "Mira, hija mía, dijo el Señor a Santa Catalina de Sena, piensa tú siempre en mí, que Yo siempre pensaré en ti." Digamos con la Sagrada Esposa: Mi Amado para mí, y yo para El (Cant. II, 16). Mi Amado piensa en hacerme feliz, yo no quiero pensar más que en complacerle y conformarme en todo con su voluntad santísima. "No debemos pedir a Dios, decía el Santo Abad Nilo, que haga lo que nosotros queremos, sino que se cumpla en nosotros su voluntad"; y cuando nos sobreviene alguna cosa que nos contraría, aceptémosla de sus divinas manos, no sólo con resignación, sino también con alegría, a ejemplo de los Apóstoles, que se retiraban de la presencia del Concilio muy gozosos porque habían sido hallados dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre de Dios (Act. V, 41). ¿Y qué mayor contento puede experimentar un alma que saber que sufriendo de buen grado algún trabajo da grande gusto a Dios? Dicen los maestros de la vida espiritual, que, si bien agrada a Dios el alma que tiene deseos de padecer por darle gusto, sin embargo, el Señor se complace más en aquellas almas que no quieren ni gozar, ni padecer, sino que totalmente se abandonan a su santísima voluntad y no tiene más ambición que cumplir lo que entienden es de su agrado. 

Si quieres, alma devota, ser acepta al Señor y llevar en este mundo vida feliz y dichosa, procura estar unida siempre y en todas las cosas a su divina voluntad. No olvides que todos los pecados y desórdenes y amarguras de tu pasada vida tienen por raíz y fundamento el haberte separado de la voluntad de Dios. Abrázate de hoy en adelante con su divino beneplácito, y en todo lo que te suceda dí con Jesucristo: Bien, Padre mío, por haber sido de tu agrado que fuese así (Matth. XI, 26). Cuando te sientas turbada por algún adverso suceso, acuérdate que Dios te lo manda y dí al punto: "Dios así lo quiere", y quédate en paz, añadiendo con David: Enmudecí y no abrí mi boca, porque todo lo hacías tú (Ps. XXXVIII, 10). Señor, ya que Vos lo habéis hecho, me callo y lo acepto. A esto debes enderezar todos tus pensamientos y todas tus oraciones, pidiendo siempre al Señor en la meditación, en la comunión, en la Visita al Santísimo Sacramento, que te ayude a cumplir su voluntad. Al mismo tiempo ofrécete a El diciendo: Aquí me tenéis, Dios mío, haced de mí lo que sea de vuestro agrado. En esto se ejercitaba de continuo Santa Teresa, ofreciéndose a Dios a lo menos cincuenta veces al día, para que dispusiera de ella como mejor le pareciere. 

¡Dichoso tú, amado lector, si obras siempre así!; a buen seguro que alcanzarás muy alta santidad, y después de llevar una vida feliz, tendrás una muerte dichosa. Cuando uno pasa de esta vida a la eternidad, el principal fundamento que nos deja de su salvación eterna es ver si muere o no resignado a la voluntad de Dios. El que durante la vida ha recibido todas las cosas como venidas de la mano del Señor las aceptará también en la hora de la muerte con el fin de cumplir su voluntad santísima, y entonces ciertamente se salvará y morirá como santo. Abandonémonos sin reserva al querer y beneplácito de Dios, porque siendo infinitamente sabio, mejor que nosotros sabe lo que nos conviene; y amándonos con tan entrañable amor, ya que por nuestro amor perdió la vida, querrá para nosotros el mayor bien. "Estemos seguros y firmemente persuadidos, dice San Basilio, que Dios se preocupa intensamente más de nuestra dicha, que lo que nosotros podemos pretender y desear."

 San Alfonso María de Ligorio