jueves, 31 de octubre de 2013

martes, 29 de octubre de 2013

SATANISTAS DECLARAN: "HALLOWEEN ES LA FIESTA MÁS IMPORTANTE DENTRO DE LA IGLESIA DE SATÁN"


Historiadores y un arqueólogo, satanistas, expertos en sectas y testigos coinciden en identificar a Halloween y la noche del 31 de octubre, como incompatible con la Fe, Dios y la Iglesia.

Es Blanche Barton, líder de la denominada “Iglesia de Satán” quien en el portal web de esta entidad realiza una profusa alegoría de Halloween y una de cuyas afirmaciones hemos plasmado en el titular. Reconoce así la identidad, valor espiritual y desafíos que tiene para los satanistas la popularmente conocida como Noche de Brujas. En sus afirmaciones Barton reproduce las creencias que el fundador de esta organización, Anton Szandor LaVey, transmitió a sus discípulos en su principal obra que recopila escritos anteriores sobre el Demonio y prácticas de sus seguidores… la Biblia Satánica.


La contundente declaración del titular, unida al revelador testimonio de un ex sacerdote satánico recientemente publicado en Portaluz (pulse para ver), deberían bastar para que cualesquier católico tomara distancia de esta celebración. Sin embargo, la fuerza del mercado que obtiene billonarias ganancias con Halloween logra permear mentes y establecer sus argumentos…

¿Qué de malo tiene disfrazarse y que los niños pidan dulces?, dicen sus defensores en las redes sociales. Incluso, agregan otros, las populares diabladas (danzarines que portan máscaras demoníacas) de los países altiplánicos con sus bailes y fiesta expresan la devoción de la Fe y tienen también un origen pagano.

Pero la verdad es que –a diferencia de esas expresiones de religiosidad popular- Halloween no rinde culto ni a la Virgen, ni a Cristo, ni menos a los santos, cuyo día de celebración es el siguiente 1° de noviembre.

Las diferentes expresiones de culto al demonio y al mal que suceden en Halloween -claramente opuestos a la Fe, Dios y la Iglesia-, según confidencian los propios satanistas citados, tienen su origen antes de Cristo…

Origen

El sacerdote experto en sectas Manuel Guerra, en su "Diccionario enciclopédico de las sectas", confirma lo declarado por los propios satanistas señalando que Halloween es el "aquelarre más solemne e importante de las brujas, celebrado en la noche del 31 de octubre. Lo es por señalar el comienzo del Año Nuevo satánico".

Los historiadores Nicholas Rogers (Obra: Halloween: From Pagan Ritual to Party Night, pp. 11-21) y John Gregorson Campbell (Obra: The Gaelic Otherworld, pp.559-562), parecen confirmarlo. Señalan que la fiesta de Halloween surge como fusión de dos festividades paganas. Una, de hace dos mil quinientos años, según indican, es la celta Samhain para señalar el fin del año y adorar a su dios el "señor de la muerte", o "Samagin". Rogers y Campbell señalan que los celtas creían que la noche del 31 de octubre, al celebrar Samhain, “se abría la ventana que separaba a los muertos de los vivos, y que aquellos despertaban y se aparecían en los hogares para imponer sus demandas”. Líderes de esta festividad eran los sacerdotes Druidas, de quienes el arqueólogo Stuart Piggott, en su obra Los druidas (1968), dando crédito a las fuentes grecorromanas, señala que en esta celebración de culto al Señor de la Muerte los Druidas “realizaban sacrificios humanos”. 

Hasta el año 43 d.c., los Celtas continuaron con su celebración, pero entonces, al ser invadidas las tierras celtas de Britannia por los romanos, se funde la fiesta del Samhain con la celebración romana,  en honor a Pomona, diosa de la fruta o de las buenas cosechas. Según los estudios de Rogers, Campbell y Piggott, es en el siglo XVI que aparece por vez primera la denominación de Halloween (originalmente "All Hallow Even" o “víspera de todos los santos” ) para esta festividad de la noche del 31 de octubre.

En 1840 señala Rogers en su obra, emigrantes irlandeses inoculan la festividad en Estados Unidos, donde lo más visible, masivo (y comercial) de la misma, son los disfraces, decorados y esencia espiritual de la celebración. Pero sin dejar de ser -como sus protagonistas reconocen- festividad ceremonial propia y predilecta para los seguidores de Satán. Luego, como ocurrió con el jeans y la bebida Cola, Hollywood y los intereses del mercado se encargaron de expandirla por el mundo.

Las ganancias
Según la encuesta de gastos para Halloween que cada año elabora la Fundación Norteamerica National Retail (pulse para ver) la celebración dejará nuevamente billones de dólares en ganancias solo en los Estados Unidos este año 2013.

NRF estima que alrededor de 158 millones de consumidores de ese país participarán con un gasto promedio de 75 dólares por persona en decoración, vestuario, dulces y diversión. Se espera que el total de ventas ascienda a los 6.9 billones de dólares.

Para muestra sólo una cifra: La NRF proyecta que los estadounidenses gastarán US$ 1.960.000.000 en esqueletos de tamaño natural, telarañas falsas y otras decoraciones similares.

No hay un Halloween católico

La historia, los datos de testigos ex satánicos y los mismos satanistas que la señalan como devocional al Demonio (independientemente del escándalo de las cifras económicas despilfarradas en la celebración) son elementos claros que la participación (especialmente de niños, adolescentes y jóvenes) no colabora a la vida de fe. ¡No hay un Halloween católico!

Autoridades de Iglesia, como el Arzobispo de Turín, Monseñor Cesare Nosiglia, han señalado que los creyentes deben excluirse de esta festividad… "Tal fiesta no tiene nada que ver con la visión cristiana de la vida y de la muerte –enfatizó el prelado–. Y el hecho de que se celebre tan próxima a la fiesta de los santos y del sufragio por los difuntos es un riesgo, desde el punto de vista educativo, de desnaturalizar el mensaje espiritual, religioso, humano y social de estos momentos fuertes que la fe cristiana lleva consigo".

Coincidente con el arzobispo, Aaron Hostetter, joven columnista católico escribe al respecto de Halloween:

“¿Quieres saber cuál es la verdadera belleza de fiesta que un católico está llamado a celebrar el 31 de Octubre? …Que es la Víspera de la Fiesta de Todos los Santos. Celebramos a miles de mujeres y hombres que en más de 2000 años de historia de la iglesia proclamaron, testimoniaron y murieron por la verdad de nuestra Fe: Jesucristo”.

Dí NO al Halloween. El católico ilustrado que conoce todo esto no puede ser un borrego manipulado por intereses comerciales que ignorando el verdadero significad de este "festejo", quieren imponérnoslo en su beneficio. Lo triste y penoso es que hasta algunos colegios que se denominan católicos hacen el juego a todos estos intereses con el lamentable silencio de los padres de familia.

Fuentes: Portaluz y Catolicidad.


domingo, 27 de octubre de 2013

ENCÍCLICA "QUAS PRIMA" DEL PAPA PÍO XI



CARTA ENCÍCLICA
"QUAS PRIMAS"
DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XI

Sobre el Reinado Social de Jesucristo
y la fiesta de Cristo Rey 

En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

La «paz de Cristo en el reino de Cristo»

1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.

Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?

«Año Santo»

3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.

Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?

4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro!

Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.

5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.

Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

I. LA REALEZA DE CRISTO

6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad(1) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino(2); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

a) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.

Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob(3); el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra(4). El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud(5). Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra(6).

8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre(7). Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra(8). Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente(9); y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible(10). Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas(11), ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

b) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.

En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin(12), es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey(13) y públicamente confirmó que es Rey(14), y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra(15). Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra(16), y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan(17). Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas(18), menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos(19).

c) En la Liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.

d) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza(20). Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

e) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha(21). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande(22); hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo(23).


II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO

a) Triple potestad

13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer(24). Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad(25). El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo(26). En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.

b) Campo de la realeza de Cristo

a) En Lo espiritual

14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalrnente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efeeto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimisrno, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal títuto de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

b) En lo temporal

15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confiríó un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.

Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales(27). Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano(28).

c) En los individuos y en la sociedad

16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos(29).

El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos(30). No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido»(31).

17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres(32).

18. Y si los príncípes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera.

¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre(33).

III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY

20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más dtcaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.

Las fiestas de la Iglesia

Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.

Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

En el momento oportuno

21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio(34). Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblco cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.

22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.

Contra el moderno laicismo

23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperío de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

La fiesta de Cristo Rey

25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

Continúa una tradición

26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900.

27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.

Coronada en el Año Santo

28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo el género humano.

29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.

Condición litúrgica de la fiesta

30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.

Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud —con lo cual interpretamos la de todos los católicos— por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.

31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.

Con los mejores frutos

32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.

a) Para la Iglesia

En efecto: tríbutando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige —por derecho propio e imposible de renuncíar— plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.

Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.

b) Para la sociedad civil

33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.

A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.

c) Para los fieles

34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios(35), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.

35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.

Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

Pío XI, Papa.

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Notas

1. Ef 3,19.

2. Dan 7,13-14. 

3. Núm 24,19.

4. Sal 2.

5. Sal 44.

6. Sal 71. 

7. Is 9,6-7.

8. Jer 23,5.

9. Dan 2,44.

10. Dan 7 13-14.

11. Zac 9,9.

12. Lc 1,32-33.

13. Mt 25,31-40.

14. Jn 18,37.

15. Mt 28,18.

16. Ap 1,5.

17. Ibíd., 19,16.

18. Heb 1,1.

19. 1 Cor 15,25.

20. In Luc. 10.

21. 1 Pt 1,18-19.

22. 1 Cor 6,20.

23. Ibíd., 6,15.

24. Conc. Trid., ses.6 c.21.

25. Jn 14,15; 15,10.

26. Jn 5,22.

27. Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.

28. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.

29. Hech 4,12. 

30. S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3

31. Enc. Ubi arcano.

32. 1 Cor 7,23.

33. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.

34. Sermón 47: De sanctis.

35. Rom 6,13.


martes, 22 de octubre de 2013

LA TERNURA ECUMANÍACA DEL CARDENAL BERGOGLIO


Nota catapúltica 

La foto fue tomada en 2006 durante una reunión ecumaníaca entre protestantes y católicos en el Luna Park, convocada bajo el lema “Que todos sean una sola cosa”. 

Así parece haberlo entendido Bergoglio, quien forma “una sola cosa”, abrazado como está al joven adventista Juan Francisco Taborda.

lunes, 21 de octubre de 2013

SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA ORACIÓN


 Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem
in nomine meo, dabit vobis.
En verdad os digo, todo cuanto pidiereis a 
mi Padre en mi nombre, os lo concederá. 
(S. Juan, XVI, 23.)

Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo. Así hablaba a sus Apóstoles (Joam., XVI, 24.): «He aquí que hace ya tres años estoy con vosotros y no me pedís nada. Pedidme, pues, a fin de que vuestra alegría sea llena y perfecta». Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra. Siendo esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni siquiera saben lo que sea orar, y otros sólo sienten repugnancia por un ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano. En cambio, vemos a algunos orar pero sin alcanzar nada, lo cual proviene de que oran mal; es decir, sin preparación y hasta sin saber lo que van a pedir a Dios. Mas, para mejor haceros sentir la magnitud de los bienes que la oración nos procura, os diré que todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal; y si queréis saber la razón de ello, aquí la tenéis: si acertásemos a orar ante Dios cual debe hacerse, nos sería imposible caer en pecado; y si nos hallásemos exentos de pecado, volveríamos a un estado, por decirlo así, semejante al de Adán antes de su caída. Voy a mostraros: 1.° Cómo sin la oración nos es imposible salvarnos; 2.° Cómo la oración lo puede todo delante de Dios; 3.° Qué cualidades ha de reunir la oración para ser agradable a Dios y meritoria para el que la hace.

I.- Para mostraros el poder de la oración y las gracias que del cielo nos alcanza, os diré que por la oración es como los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el campo. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad. El cristiano confía solamente en Dios; nada espera de sí mismo. Sí, por la oración es como perseveraron los justos. En efecto, ¿que fué lo qué condujo a ciertos santos a aceptar tan grandes sacrificios como el abandonar todas sus riquezas, sus parientes y sus comodidades, para ir a pasar eñl resto de su vida en la selva, y allí llorar sus pecados? Era la oración lo que inflamaba sus corazones con el pensamiento de la presencia de Dios, con el deseo de agradarle y de no servir más que a Él. Mirad a Magdalena; ¿en qué se ocupa después de su conversión? ¿No es por ventura en la oración? Mirad a San Pedro; mirad aún a San Luis, rey de Francia, quien, en sus viajes, en vez de pasar la noche durmiendo en su lecho, pasábala en una iglesia orando y pidiendo a Dios el don precioso de perseverar en su gracia. Mas, sin ir tan lejos, ¿no observamos nosotros mismos cómo, a medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas el cielo? No pensamos más que en la tierra: pero, si reanudamos nuestra oración, sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurriremos a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el camino del cielo.

En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa Mónica para alcanzar la conversión de su hijo: o bien la hallaréis al pie del crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones. Ved al mismo San Agustín cuando quiso de veras convertirse; miradle en el jardín, entregado a la oración y a las lágrimas a fin de mover el corazón de Dios y cambiar el suyo. Por más que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente, podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar. No nos extrañe, pues, que el demonio haga todos los posibles para movernos a dejar la oración o a practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno y cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar. ¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración !

En tercer lugar; digo que todos los condenados se perdieron porque no oraron o porque oraran mal. De lo cual deduzco que, sin la oración, habremos de perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha, tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal, y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos... En efecto, la oración bien hecha es aceite balsámico que se extiende por toda el alma y parece hacernos sentir ya la felicidad de que gozan los bienaventurados en el cielo. Es esto tan cierto, que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, estando en oración, caía muchas veces en éxtasis, hasta tal punto que no podía discernir si se hallaba en la tierra, o en el cielo entre los bienaventurados. Tan abrasado estaba por el fuego divino que la oración encendía en su corazón, que llegaba a comunicarle calor sensible. Un día, mientras se hallaba en la iglesia, sintió un acceso de amor tan violento, que hubo de exclamar en alta voz : «Dios mío, no puedo más». -Pero, pensaréis para vosotros mismos, esto sucederá a los que saben orar bien y proferir hermosas palabras.-No es, a las largas y bellas oraciones a lo que Dios mira, sino a las que salen del fondo del corazón, con gran reverencia y vehemente deseo de agradarle. Ved de ello un hermoso ejemplo. Refiérese en la vida de San Buenaventura, gran doctor de la Iglesia, que un religioso muy sencillo le dijo: «Padre mío, ¿creéis que yo, con mi poca instrucción, podré orar y amar a Dios?» San Buenaventura le contestó: «¡Ay!, amigo mío, precisamente los simples y humildes son los que más agradan a Dios y aquellos a quienes El ama con mayor ternura». Admirado aquel religioso de lo que acababa de saber, se fue a la puerta del monasterio, y decía a cuantos pasaban por allí: «Venid, amigos míos, tengo que datos una buena noticia: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque ignorantes, podemos amar a Dios tanto coma los sabios. ¡Qué dicha para nosotros, poder amar y agradar a Dios, con todo y ser ignorantes!» Ya veis, pues, cómo es cosa fácil y consoladora orar delante del Señor.

Decimos que la oración es la elevación de nuestra corazón a Dios. Mejor dicho, es una dulce conversación de un hijo con su padre, de un súbdito con su rey, de un criado con su dueño, de un amigo con su amigo en el seno del cual deposita sus tristezas y sus penas. Para mejor haceros cargo de la excelsitud de la oración, considerad cómo es una vil criatura la que Dios recibe en sus brazos para prodigarle toda suerte de bendiciones. ¿Queréis saber aún más? La oración es la unión de cuanto hay de más vil con lo más grande, más poderoso, más perfecto en todos los órdenes que imaginar podamos. Decidme, ¿necesitamos algo más para penetrarnos de la excelencia y necesidad de la oración?. Ya veis, pues, cuán necesaria sea ella para agradar a Dios y salvarnos.

Por otra parte, no podemos hallar la felicidad aquí en la tierra si no amamos a Dios; y solamente podemos amarle orando. Así vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a la oración, nos promete no denegarnos nada cuando oremos de la manera debida. Mas no hay necesidad de ir muy lejos para convenceros de que debemos orar con frecuencia; no tenéis más que abrir el catecismo, y allí veréis que el deber de todo buen cristiano es orar por la mañana, por la noche, y a menudo durante el día: o sea, hemos de orar siempre.

Un cristiano que desea salvar su alma, por la mañana, al despertarse, debe hacer la señal de la cruz, consagrar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus obras, y prepararse para la oración: No ha de empezar jamás el trabajo sino después de haber orado; y debe orarse de rodillas, delante del crucifijo, despues de haber tomado agua bendita. No perdamos nunca de vista, que es la mañana el momento en que Dios nos tiene preparadas todas las gracias necesarias para pasar santamente el día; pues Él sabe y conoce todas las ocasiones que de pecar se nos presentarán, y todas las tentaciones a que el demonio nos someterá durante el día; y si oramos de rodillas y cual debemos, el Señor nos otorgará todas las gracias que necesitemos para no sucumbir. Por esto el demonio hace cuanto puede para que dejemos la oración o la hagamos mal, plenamente convencido, como lo confesó un día por boca de un poseso, de que, si puede obtener para sí el primer momento de la jornada, tiene ya la seguridad de obtener también lo restante. ¿Quién de nosotros podrá oír, sin llorar de compasión, a esos pobres cristianos que se atreven a deciros que no tienen tiempo para orar? ¡Pobres ciegos! ¿Qué obra es más preciosa, la de trabajar por agradar a Dios y salvar el alma, o la de dar de comer al ganado de las cuadras, o bien llamar a los hijos o sirvientes para enviarlos a remover la tierra o el estercolero? ¡Dios mío, cuán ciego es el hombre! ... ¡No tenéis tiempo!, más, decidme, ingratos, si Dios os hubiese enviado la muerte esta noche, ¿habríais trabajado? Si Dios os hubiese enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado? Id, miserables, merecéis que el Señor os abandone en vuestra ceguera y en ella perezcáis. ¡Hallamos ser demasiado dedicarle algunos minutos para agradecer las gracias que en todo momento nos concede! -Quieres dedicarte a tu tarea, dices. Pero, amigo mío, te engañas miserablemente, ya que tu tarea no es otra que agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu tarea: si tú no la haces, otros la harán; mas si pierdes el alma, ¿quién la salvará? Vete, eres un insensato: cuando estés en el infierno, entonces conocerás lo que debías practicar y, desgraciadamente, no has practicado.

Pero, me diréis, ¿cuáles son las ventajas que con la oración obtenemos, para que hayamos de orar con tanta frecuencia? -Vedlas. La oración hace que hallemos menos pesada nuestra cruz, endulza nuestras penas y nos vuelve menos apegados a la vida, atrae sobre nosotros la mirada misericordiosa de Dios, fortalece nuestra alma contra el pecado, nos hace desear la penitencia y nos inclina a practicarla con gusto, nos hace comprender y sentir hasta qué punto el pecado ultraja a Dios Nuestro Señor. Mejor dicho, mediante la oración agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas v nos aseguramos la vida eterna. Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una continua oración mediante nuestra unión con Dios? ¿Cuando se ama a alguien, hay necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración. Sin embargo, debo advertiros que, para orar de manera que dicha práctica pueda lograrnos los favores que os acabo de enumerar, no basta dedicar a ella un breve instante, ni hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas, pidiéndole perdón de las mismas.

Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil: ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices. O también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo. Rezaremos algunas preces en honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa, ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María cuando dan las horas: todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban siempre los santos.

II.- El segundo motivo que debe inducirnos a recurrir a la oración, es que todo el provecho redunda en favor nuestro. El Señor conoce dónde está nuestra felicidad y sabe que solamente por la oración podemos procurárnosla. Por otra parte, ¡cuán grande honor para una vil criatura cual nosotros, el que todo un Dios quiera abajarse hasta ella y conversar con ella tan familiarmente coma un amigo que habla con otro amigo? Ved cuánta es su bondad al permitirnos que le comuniquemos nuestras penas y nuestras aflicciones. Y este buen Salvador pone toda su diligencia en consolarnos, en sostenernos en las pruebas, o por decirlo mejor, en sufrirlas por nosotros. Decidme, el dejar de orar ¿no, sería equivalente a renunciar a nuestra salvación y a nuestra felicidad aquí en la tierra, toda vez que sin la oración no podemos menos de ser desgraciados, mientras que mediante la oración estamos seguros de alcanzar cuanto nos sea necesario para el tiempo y para la eternidad, según ahora vamos a ver?

Primeramente digo que todo le está prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración bien hecha lo alcanzará todo: es ésta una verdad que Jesucristo nos repite casi en cada página de la Sagrada Escritura. La promesa de Jesucristo es formal: «Pedid, nos dice, y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, lo obtendréis, si lo pedís con fe». Mas no se contenta Jesucristo con decirnos que la oración bien hecha lo alcanza todo. Para mejor convencernos de ello, nos lo asegura con juramento (Juan XIV, 13.): «En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre, os lo concederé». Después de estas palabras del mismo Jesucristo, me parece que es ya imposible dudar de la eficacia de la oración. Por otra parte, ¿de dónde podría venir nuestra desconfianza?, ¿sería de nuestra indignidad? Pero Dios sabe muy bien que somos pecadores y culpables, que oramos en su nombre, y que, ante todo, contamos con su infinita bondad. Y nuestra indignidad ¿no está cubierta y como disimulada por, sus méritos? ¿Será, pues, por ser nuestros pecados demasiado horribles o demasiado numerosos? Mas ¿no le es a Dios igualmente fácil perdonarnos un pecado que mil? ¿No dió principalmente su vida por los pecadores?. Escuchad lo que nos dice el Rey Profeta: «¿Se ha visto jamás a alguien que haya orado al Señor y cuya oración haya sido desoída?» (Eccli., II, 12.) , «Sí, nos dice, cuantos invocan al Señor y recurren a É1, han experimentado los efectos de su misericordia.»

Para sentir esto mejor, veamos algunos ejemplos. Mirad a Adán pidiendo misericordia después de su pecado. No solamente el Señor le perdona a él, sino además a toda su descendencia; le promete su Hijo, que deberá encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved a los ninivitas, grandes pecadores, a quienes el Señor envió el profeta Jonás, para que les avisase que iba a castigarlos de la manera más espantosa: a saber, haciendo bajar fuego del cielo (Jon.; III; 4.). Se entregan todos a la oración, y el Señor los perdona. Hasta en aquella ocasión en que el Señor se decidió a destruir el mundo por el diluvio universal, si aquellos pecadores hubiesen recurrido a la oración, con seguridad el Señor los hubiera perdonado. Y si proseguís leyendo las Escrituras, veréis a Moisés sobre la montaña, mientras Josué lucha con los enemigos del pueblo de Dios. Cuando Moisés ora, los israelitas vencen ; más, en cuanto cesa su oración, los israelitas son vencidos: Ved aún al mismo Moisés pidiendo al Señor que perdone a treinta mil culpables a los cuales había resuelto perder : con sus oraciones, forzó, por decirlo así al Señor a perdonarlos. «No, Moisés, le dijo el Señor, no intercedas por este pueblo, no quiero perdonarle.» Moisés continúa en su oración, y el Señor es vencido por las preces de su siervo, y perdona a su pueblo. ¿Qué hace Judit para librar a su patria de aquel su temible enemigo? Acude a la oración y, llena de confianza en el Señor ante quien se acaba de postrar, va a la morada de Holofernes, le corta la cabeza y salva a su patria. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió un profeta para advertirle que pusiese en orden sus negocios, pues iba a morir, Prosternóse delante del Señor, suplicándole que no le arrebatase aún de este mundo. Movido el Señor por sus oraciones, concedióle quince años más de vida. Si seguís adelante, veréis al publicano que, reconociéndose culpable, acude al templo para implorar de Dios el perdón. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados le fueron perdonados. Ved a la pecadora, prosternada a los pies de Jesús, orando con lágrimas en los ojos. Y ¿no le responde Jesucristo: «Te son perdonados tus pecados»?. El buen ladrón, aunque lleno de los más enormes crímenes hace oración desde la cruz, y no sólo Jesucristo le perdona, sino que le promete que en aquel mismo día estará en el cielo con Él. Si tuviésemos que citar a cuantos han alcanzado el perdón orando, tendríamos que enumerar a todos los santos que fueron pecadores; ya que por la oración tuvieron la dicha de reconciliarse con Dios, el cual dejóse conmover por sus súplicas.

III.- Mas pensaréis tal ver : ¿De dónde proviene que, a pesar de tantas oraciones, seamos siempre pecadores, sin mejorar en lo más mínimo?- Nuestra desgracia, amigo mío, proviene de que no oramos cual deberíamos, esto es, oramos sin preparación y sin deseo de convertirnos, y muchas veces sin saber lo que a Dios hemos de pedir. No dudéis de esto, pues cuantos pecadores pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que suplicaron a Dios la perseverancia, perseveraron. - Mas alguien me dirá: Se experimentan demasiadas tentaciones. - ¿Eres excesivamente tentado, amigo mío? Ora, y ten la seguridad de que la oración te dará fuerzas para resistir la tentación. ¿Tenéis necesidad de la gracia? Pues la oración te la obtendrá. Si dudas de ello, oye lo que nos dice Santiago, a saber: que mediante la oración dominamos al mundo, al demonio y a nuestras pasiones. Por muchas que sean las penas que experimentemos, si oramos, tendremos la dicha de soportarlas enteramente resignados a la voluntad de Dios; y por violentas que sean las tentaciones, si recurrimos a la oración, las dominaremos. Mas ¿qué hace el pecador? Vedlo aquí. Tiene la plena convicción de que la oración le es absolutamente necesaria para evitar el mal y para obrar el bien, así como para salir del pecado cuando ha caído en él; pero mirad su gran ceguera: o no hace oración, o la hace mal. ¿Que no es cierto esto? Ved la manera de orar que tiene un pecador, suponiendo que ore, pues la mayor parte de los pecadores no lo hacen; veréis que se levantan y se acuestan como bestias. Mas observemos a aquel pecador orando: vedle recostado en una poltrona, o echado sobre la cama rezando mientras se viste o se desnuda, o va andando o gritando; hasta tal vez jurando, a la zaga de sus criados o de sus hijos. ¿ Con qué preparación se pone a orar?. Con ninguna. Frecuentemente y en la mayoría de los casos, esta clase de gente acaba su pretendida oración, no solamente sin saber lo que ha dicho sino hasta sin pensar ante quien se hallaba, ni lo que iba a hacer o a pedir. Miradlos en la casa de Dios; ¿no os inspira compasión su actitud?. ¿Hácense cargo de que están en la santa presencia de Dios?. Indudablemente que no: miran a los que entran o salen, hablan con los de al lado, bostezan, duermen, se fastidian, y hasta tal vez se enojan porque las funciones, a su parecer, son demasiado largas. Toman el agua bendita con la misma devoción que sacan la de un cubo para beber. Con duros trabajos hincan las rodillas. pareciéndoles ya demasiado inclinar un poco la cabeza durante la Consagración o la Bendición. Los veréis paseando su mirada por el templo, fijándola tal vez en aquello que puede inducirlos al mal; aun no han entrado y ya quisieran estar fuera. Al salir, los oiréis exclamar cual si fuesen personas sacadas de una cárcel y puestas en libertad. Pues bien, tal es la miseria del pecador, y por cierto que es muy grande. Y al considerar esto, ¿deberá admirarnos que los pecadores continúen en sus pecados y perseveren en tan miserable estado?

Hemos dicho, en tercer lugar, que los provechos de la oración van anejos a la manera como cumplamos tal deber, según ahora vamos a considerar. 1.° Para que la oración sea agradable a Dios y provechosa al que la hace, es necesario hallarse en estado de gracia o a lo menos tener una firme resolución de salir cuanto antes del pecado, puesto que la oración de un pecador que no quiere salir del pecado, es un insulto que se hace a Dios. 2.° Para que nuestra oración esté bien hecha, es necesario habernos preparado antes. Toda oración hecha sin prepararse, es una oración defectuosa, y esta preparación consiste en pensar un rato en Dios antes de arrodillarnos en su presencia, considerando a quién vamos a hablar y lo que le hemos de pedir. ¡Cuán escasos son los que se preparan, y por lo mismo, cuán pocos oran de una manera debida, es decir, en forma adecuada para ser escuchados favorablemente!. Por otra parte, ¡qué os ha de conceder el Señor si no le pedís nada, ni deseáis nada! - Más claro: sois como un pobre hombre que no quiere limosna, como un enfermo que no quiere sanar, como un ciego que quiere permanecer en su ceguera; en fin, como un condenado que no quiere ir al cielo, sino que consiente en bajar al infierno.

En segundo lugar, hemos dicho que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, una dulce conversación entre la criatura y su Criador. No será pues orar debidamente el pensar en cosas ajenas, mientras estamos en oración. Apenas nos demos cuenta de que nuestro espíritu se distrae, es necesario ponerse de nuevo ante la presencia de Dios, humillarnos ante la divina Majestad, y no dejar nunca la oración porque no experimentemos gusto al orar. Por el contrario, hemos de pensar que, cuanto más pesadez sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si perseveramos en ella siempre con la intención de agradarle. Refiérese en la historia que, en cierta ocasión, un santo decía a otro santo: «¿A qué será debido que, mientras oramos, nuestro espíritu se llena de mil pensamientos ajenos, los cuales quizá no nos acudirían, si no estuviésemos ocupados en la oración?» El otro le contestó: «Ello no es extraño, amigo mío : ante todo, el demonio prevé las abundantes gracias que por la oración podemos alcanzar y, por consiguiente, desespera de ganar a una persona que ore debidamente; además, cuanto mayor es el fervor con que oramos, más excitamos su furor». Otro santo, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué se ocupaba continuamente en tentar a los cristianos. Y el demonio le respondió que se le hacía insoportable que un cristiano, que tantas veces ha pecado, pudiese obtener aún el perdón, y que en tanto hubiese un cristiano en la tierra, él lo tentaría. Después le preguntó de qué manera los tentaba. Contestóle el demonio: «A unos les meto el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros hago que duerman; a otros hago vagar su pensamiento de un lugar a otro». ¡Ay!, demasiado verdad es esto; podemos experimentarlo cuantas veces nos ponemos en la presencia de Dios para orar.

Refiérese que, habiendo observado el superior de un monasterio que uno de sus religiosos, antes de comenzar sus oraciones, se movía en ademán de hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba en aquellos momentos. «Padre mío, le dijo, es que antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a mis pensamientos y deseos diciéndoles: Venid todos y adoremos a Jesucristo nuestro Dios». ¡Cuán agradable era contemplar la oración de los primeros cristianos!, nos dice Casiano. Era tan grande el respeto que tenían a la presencia de Dios; era tanto su silencio y recogimiento, que parecían muertos: veíaselos en la iglesia temblorosos; no había allí ni sillas ni bancos; permanecían todos prosternados cual criminales que esperasen la sentencia. Pero también, ¡cuán rápidamente se poblaba el cielo, y cuán delicioso era vivir en la tierra! ¡Felices los que vivieron en aquellos tiempos dichosos!
3.° Hemos dicho que nuestras oraciones han de ser hechas con confianza, y con una esperanza firme de que Dios puede y quiere concedernos lo que le pedimos, mientras se lo supliquemos debidamente. Todas las veces que Jesucristo nos promete no negar nada a la plegaria, añade esta condición: «Si lo pedís con fe». Cuando alguien le imploraba su curación u otra cosa, nunca se olvidaba de decirle: «Hágase según tu fe». Por otra parte, ¿qué nos podrá hacer dudar, cuando nuestra confianza está apoyada en la omnipotencia de Dios que es infinita, en su misericordia sin límites, y en los méritos infinitos de Jesucristo, en nombre del cual oramos? Al orar en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, es el mismo Jesucristo quien ora por nosotros a su Padre. El Evangelio nos ofrece un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría flujo de sangre. Decíase ella a sí misma: «Si puedo llegar a tocar aunque sea sólo el borde de su manto, tengo la seguridad de que sanaré». Ya veis cómo ella creía firmemente que Jesucristo podía curarla y con qué confianza esperaba una curación que deseaba ardientemente. En efecto, al pasar el Salvador junto a ella, arrojóse a sus pies, tocó su manto, y al momento quedó sana. Viendo Jesucristo su fe, la miró bondadosamente, y le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Sí, a esta fe, a esta confianza está todo prometido.
4.- Decimos que, al orar, es preciso tener una intención pura tocante a lo que pedimos, y solamente implorar lo que mire a la gloria de Dios y a nuestra salvación. Podéis pedir cosas temporales, nos dice San Agustín ; mas siempre con la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos lo que le pedís, es porque no quiere perderos. Mas ¿qué acontece en nuestras oraciones?, nos dice además San Agustín: pedimos una cosa y deseamos otra. Al rezar el Padre nuestro, decimos: «Padre nuestro que estás en los cielos; es decir: Dios mío, desligadnos de este mundo; concedednos la gracia de saber despreciar todas aquellas cosas que sólo sirven para la vida presente; hacednos la gracia de que todos nuestros pensamientos y deseos sean sólo para el cielo! » ¡Ay!, si Dios nos concediera esta gracia, muchos de nosotros íbamos a quedar disgustados.

Hemos de orar con frecuencia, pero debemos redoblar nuestras oraciones en las horas de prueba, en los momentos en que sentimos el ataque de la tentación. Ved un ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempo del emperador Licimo, dióse una orden, según la cual todos los soldados debían ofrecer sacrificios al demonio. Entre ellos hubo cuarenta que se negaron a cumplirla, diciendo que los sacrificios sólo a Dios eran debidos y de ninguna manera al demonio. Se les hizo toda clase de promesas. Al ver que nada era capaz de rendirlos, después de someterlos a una serie de tormentos, fueron condenados a ser arrojados desnudos en un lago de agua helada, durante la noche, en los rigores del invierno, para que muriesen de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, díjéronse unos a otros: «Amigos, ¿que nos queda al presente sino ponernos en las manos de Dios omnipotente, el único de quien podemos obtener la fortaleza y la victoria?. Recurramos a la oración y oremos continuamente para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que nos conceda a los cuarenta la dicha de perseverar». Mas, para tentarlos, colocóse muy cercano a aquel sitio un baño caliente. Por desgracia, uno entre ellos desfalleció, abandonó el combate, y fué a meterse en el baño caliente; pero al entrar en él perdió la vida. El que los custodiaba, viendo bajar del cielo treinta y nueve coronas y otra que quedaba suspendida en las alturas, «¡Ah !, exclamó, ¡es la de aquel infeliz que ha abandonado a sus compañeros!...», y arrojóse al estanque helado, para ocupar el lugar del que aquél había desertado, y así recibió el bautismo de sangre. Como al día siguiente estuviesen aún con vida, ordenó el gobernador que fuesen echados al fuego. Habiendo sido puestos en un carro todos, excepto el más joven a quien confiaba conquistar aún, su madre, que era testigo de la escena, exclamó: ¡ hijo mío, ten valor !, un momento de sufrir te valdrá toda una eternidad de dicha. Y cogiendo ella misma a su hijo, lo llevó al carro con los demás, y llena de alegría, le condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. Tan persuadidos estaban de que la oración es el medio más poderoso para atraer sobre nosotros los auxilios del cielo, que durante todo su martirio no cesaron de orar. Vemos que San Agustín, después de su conversión, se retiró durante largo tiempo a un pequeño desierto, para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Y siendo obispo, pasaba buena parte de sus noches en oración. San Vicente Ferrer, que tantas almas llevó al buen camino, decía que nada es tan poderoso como la oración para convertir a los pecadores, y que la oración es semejante a un dardo que atraviesa el corazón del pecador.

Bien podemos decir que la oración lo hace todo: ella es la que nos da a conocer nuestros deberes, ella la que nos pone de manifiesto el estado miserable de nuestra alma después del pecado, ella la que nos procura las disposiciones necesarias para recibir los sacramentos; ella la que nos hace comprender cuán poca cosa sean la vida y los bienes de este mundo, lo cual nos lleva a no aficionarnos demasiado a lo terreno; ella, por fin, es la que imprime vivamente en el espíritu el saludable temor de la muerte, del juicio del infierno y de la pérdida del cielo. Si tuviésemos el acierto de orar siempre bien, pronto seríamos unos santos penitentes. Vemos que San Hugo obispo de Grenoble, nunca se cansaba de rezar el Padre nuestro. Se le dijo que aquello podía contribuir a aumentar su dolencia; respondió: «Al contrario, esto causa alivio».

Hemos dicho que la tercera condición que debe reunir la oración para ser agradable a Dios, es la perseverancia. Vemos muchas veces que el Señor no nos concede en seguida lo que Pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa, sino una prueba que nos dispone a recibir más abundante lo que pedimos. Ved a San Agustín implorando por espacio de cinco años la gracia de su conversión. Ved a Santa María Egipcíaca ocupándose durante diecinueve años en pedir a Dios que la librase de recaer en las torpezas pasadas. ¿Qué hicieron, pues, los santos? Perseveraron constantemente en sus peticiones y, por su constancia, obtuviere siempre lo que pedían a Dios. Y nosotros, aunque llenos de pecados, si Dios no nos otorga al momento lo que le pedimos, pensamos que no quiere concedérnoslo, y dejamos en seguida la oración. No es ésta la conducta que observaron los santos respecto al particular: ellos se consideraron siempre indignos de ser escuchados favorablemente por Dios, creyendo que, si Él accedía a sus ruegos, era a impulsos de su misericordia, mas no en vista de sus méritos. Digo, pues, que al orar aunque Dios parezca no escuchar nuestras oraciones, nunca hemos de abandonarlas, sino continuar con gran constancia. Si Dios no nos concede lo que pedimos será para otorgarnos otra gracia más provechosapara nosotros que la que pedimos. Un ejemplo de la manera como debemos insistir en nuestras oraciones, nos lo ofrece aquella mujer cananea que se acercó a Jesucristo para implorar la curación de su hija. Ved su humildad, su perseverancia, etc... Citaré también otro ejemplo admirable de lo que puede la oración. Leemos en la historia de los Padres del desierto que, habiendo los católicos de una ciudad vecina ido a encontrar a un santo cuya fama estaba muy extendida por aquellos países, a fin de pedirle que los acompañase para ver de confundir a cierto hereje cuyos discursos seducían a mucha gente, aquel santo se puso a discutir con el desgraciado, sin poderle convencer de que no llevaba razón y de que era un desgraciado que parecía sólo haber nacido para perder las almas; viendo que, con sus, sofismas y rodeos, continuaba en la pretensión de hacer creer a los demás que la razón estaba de su parte, el santo le dijo: «Desgraciado, el reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vamos los dos al cementerio, junto con toda esta gente, que servirán de testigos; invocaremos ambos a Dios ante el primer muerto que hallemos, y nuestras obras darán razón de nuestra fe». El hereje quedó corrido ante aquella proposición, sin atreverse verse a acudir al reto; mas propuso al santo aguardar al día siguiente, a lo cual éste accedió. El día señalado, el pueblo, afanoso de ver en qué pararía aquello, se dirigió en masa al cementerio, Esperaron todos allí hasta las tres de la tarde; mas en aquella hora el santo tuvo noticia de que su adversario había huído por la noche y tomado el camino de Egipto. Entonces San Macario, que así se llamaba el santo, llevóse al cementerio a todo aquel gentío que estaba esperando el resultado de la controversia, procurando sobre todo que estuviesen presentes aquellos a quienes el desgraciado hereje había seducido. Paróse ante una tumba, y en presencia de todos los que le rodeaban, se arrodilló, oro unos momentos y, dirigiéndose al cadáver que de años estaba enterrado en aquel lugar, habló así: «¡Oh hombre!, escúchame: si aquel hereje hubiese venido aquí conmigo, y delante de él hubiese yo invocado en nombre de Jesucristo mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe? A estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo hubiera hecho al momento tal como lo hacía entonces. San Macario le dijo: «¿Quién eres?, ¿en qué edad del mundo viviste?, ¿tuviste conocimiento de Jesucristo?» El muerto resucitado respondió que había vivido en tiempo de los mas antiguos reyes; pero que nunca había oído pronunciar el nombre de Jesucristo. Entonces, viendo San Macario que todo el mundo estaba ya plenamente convencido de que aquel desgraciado hereje era un falsario, dijo al muerto: «Duerme en paz hasta la resurrección general». Y todo el mundo se retiró alabando a Dios, que de una manera tan elocuente había hecho conocer la verdad de nuestra santa religión. San Macario retornó a su desierto para continuar las penitencias a que se entregaba (Vida de los Padres del desierto, t. II, San Macario de Egipto.).

¿Veis la eficacia de la oración cuando ella se hace con las debidas condiciones? ¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración cual debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, perseverar en la gracia, ver el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que hace a nuestras necesidades temporales.

De aquí concluyo que, si continuamos en pecado, si no nos convertirnos, si nos inquietamos tanto por las penas que Dios nos envía, es porque no oramos u oramos defectuosamente. Sin la oración no podemos frecuentar dignamente los sacramentos, sin la oración no conoceremos nunca el estado a que Dios nos llama; sin la oración no podremos librarnos del infierno, sin la oración jamás participaremos de las delicias que podemos disfrutar amando a Dios; sin la oración todas las cruces que nos sobrevengan quedan sin mérito. ¡De qué goces disfrutaríamos si supiésemos orar debidamente! No oremos, pues, nunca, sin considerar primero atentamente a quién hablamos y lo qué queremos pedir a Dios. Oremos sobre todo, con humildad y confianza, y con ello tendremos la dicha de alcanzar cuanto deseemos, siempre que nuestras peticiones se conformen con el espíritu de Dios. Esto es lo que os deseo...

San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)