jueves, 29 de agosto de 2013

PASAJES DE LA BIBLIA


El temor de Dios es el principio de la sabiduría, y son necios los que desprecian la sabiduría y la disciplina (Prov.1,7). Bienaventurado el que teme al Señor y anda por sus caminos (Sal.128,1). Temed al Señor vosotros sus santos (Sal.34,10). Los que teméis al Señor, bendecidle (Sal.135,20). 

Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque eso es el hombre todo (es decir esta es la razón de su existencia) (Ecl.12,13). Aun del pecado expiado no vivas sin temor, y no añadas pecados a pecados y no digas: Grande es su misericordia. Él perdonará mis muchos pecados. Porque aunque es misericordioso, también castiga y su furor caerá sobre los pecadores (Eclo.5,5-7).

martes, 27 de agosto de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XI)


CAPITULO 11 

De otros bienes y provechos grandes que hay en el 
ejercicio del propio conocimiento

Uno de los principales medios que podemos poner de nuestra parte para que el Señor nos haga mercedes y nos comunique grandes dones y virtudes, es humillarnos y conocer nuestra flaqueza y miseria. Y así decía el Apóstol San Pablo (2 Cor, 12, 9): De muy buena gana me gloriaré en mis flaquezas, enfermedades y miserias, para que así more en mí la virtud de Cristo. Y San Ambrosio., sobre aquellas palabras: [Me huelgo y me glorío en mis enfermedades], dice: Si se ha de gloriar el cristiano, ha de ser en su bajeza y poquedad, porque ése es el camino para crecer y valer de Dios. San Agustín trae a este propósito aquello del Profeta (Sal 67, 10): [Lluvia voluntaria darás, Señor, a tu heredad; ella enfermó, y Tú la recreaste]. La lluvia voluntaria y graciosa de sus dones y gracias, ¿cuándo pensáis que la dará Dios a su heredad, que es el alma? Cuando ella conociere su enfermedad y miseria, entonces la perfeccionará Dios, y caerá sobre ella la lluvia voluntaria y graciosa de sus dones. Así como acá los pobres mendigos, mientras más descubren su pobreza y sus llagas a los hombres ricos y misericordiosos, más les mueven a piedad y más limosnas reciben de ellos; así, mientras más uno se humilla y se conoce, y mientras más descubre y confiesa su miseria, más convida e inclina la misericordia de Dios a que se compadezca y apiade de él, y le comunique con mayor abundancia los dones de su gracia (Is 40, 29]: [Quien al cansado da fuerzas y hace fuertes y esforzados a los que parece que no tienen ser].

Para decir en breve los bienes y provechos grandes de este ejercicio, digo que para todas las cosas es remedio universal el propio conocimiento. Y así, en las preguntas que se hacen en las conferencias espirituales que solemos tener, de dónde nace tal cosa y qué remedio para ella, casi en todas podemos responder que aquello nace de falta de conocimiento propio, y que el remedio sería conocerse a sí mismo y humillarse. Porque si preguntáis de dónde nace el juzgar a mis hermanos, digo que de falta de conocimiento propio; porque si anduvieseis dentro de vos, tendríais tanto que mirar y llorar vuestros duelos, que no tendríais cuenta con los ajenos. Si preguntáis de dónde nace hablar a mis hermanos palabras ásperas y mortificativas, también nace de falta de conocimiento propio; porque si vos os conocierais y os tuvieseis por el menor de todos, y a cada uno le miraseis como a superior, no tendríais atrevimiento para hablarles de esa manera. Si preguntáis de dónde nacen las excusas, las quejas y murmuraciones, por qué no me dan esto o lo otro, o por qué me tratan de esta manera, que está que nacen de eso. Si preguntáis de dónde nace el turbarse y entristecerse uno demasiado, cuando es molestado de tales o tales tentaciones, o cuando ve que cae muchas veces en algunas faltas, y melancolizarse y desanimarse con eso, también nace de falta de propio conocimiento: porque si tuvieseis humildad y consideraseis bien la malicia de vuestro cerrazón, no os turbaríais ni desmayaríais por eso, antes os espantaríais cómo no pasan peores cosas por vos, y cómo no dais mayores caídas: y andaríais alabando y dando gracias a Dios porque os tiene de su mano para que no caigáis en lo que cayerais si Él no os tuviera. De una sentina y manantial de vicios, ¿qué no ha de brotar? De tal muladar, tales olores como ésos se han de esperar: y de tal árbol, tal fruto. Sobre aquellas palabras del Profeta (Sal 102, 14): [Se acordó que somos polvo], dice San Anselmo: ¿Qué mucho que el viento se lleve al polvo? Si pedís remedio para tener mucha caridad con vuestros hermanos, para ser obediente, para ser paciente, para ser muy penitente, aquí hallaréis remedio para todo. 

De nuestro Padre San Francisco de Borja leemos que yendo de camino le encontró un señor de estos reinos, amigo suyo, y cómo le vio que andaba con tanta pobreza e incomodidad, condoliéndose de él, le rogó que tuviese más cuenta con su persona y regalo. Le dijo el Padre con alegre semblante y mucha disimulación: no le dé pena a vuestra señoría, ni piense que voy tan desapercibido como le parece; porque le hago saber que siempre envío delante un aposentador que tiene aderezada la posada y todo regalo. Le preguntó aquel señor quién era este aposentador. Respondió: Es mi propio conocimiento y la consideración de lo que yo merezco, que es el infierno por mis pecados; y cuando con este conocimiento llego a cualquier posada, por desacomodada y desapercibida que esté, siempre me parece más regalada de lo que yo merezco. 

En las Crónicas de la Orden de los Predicadores se cuenta de la bienaventurada Santa Margarita, de la dicha Orden, que una vez hablando con ella un religioso, gran siervo de Dios y muy espiritual, entre otras cosas le dijo cómo él había suplicado a Dios muchas veces en la oración, que le mostrase el camino que los Padres antiguos habían llevado para agradarle tanto y recibir de su mano las muchas mercedes que recibieron; que estando una noche durmiendo, le fue puesto delante un libro escrito con letras de oro; y luego le despertó una voz que decía: «Levántate y lee»; y que se había levantado y leído estas pocas palabras, pero celestiales y divinas: «Esta fue la perfección de los Padres antiguos: amar a Dios, despreciase a sí mismos, no despreciar a nadie, ni juzgarle.» Y luego desapareció el libro.

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J.

sábado, 24 de agosto de 2013

FÁTIMA Y EL APOCALIPSIS


1. LA MUJER REVESTIDA DEL SOL CONTRA EL ROJO DRAGÓN.

     Nos encontramos realmente en el tiempo de las disputas decisivas entre el Cielo y el infierno, como lo ha admitido la misma Sor Lucía. Ella recomienda leer frecuentemente el Apocalipsis y meditar sobre él. Interrogada una vez acerca del Tercer Secreto dio esta lacónica respuesta: “Está en el Evangelio y en el Apocalipsis, ¡léalos!” Una vez, incluso, nombró los capítulos 8 al 13 (1). En el capítulo 12 figura la visión de la Mujer revestida de sol y del dragón rojo como el fuego. Este capítulo de las Sagradas Escrituras describe evidentemente la decisiva e histórica disputa entre María y el Dragón. Al parecer, llegamos actualmente a ser testigos de este apocalíptico enfrentamiento. Sor Lucía misma, en 1957, basándose en las revelaciones del Cielo, dijo: “El demonio está librando una batalla decisiva contra la Virgen, y una batalla decisiva es una batalla final, en la cual se sabrá de qué lado está la victoria, de qué lado la derrota” (2).

     Cabe aquí una suposición, la cual, sometida a un estudio más profundo, se alza casi al grado de absoluta certeza. En el comienzo del capítulo 12, capítulo central del libro del Apocalipsis, leemos:

     “Y una gran señal apareció en el Cielo: una mujer revestida del sol y con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Y viose otra señal en el cielo y  he aquí un gran dragón de color de fuego con siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas”. (Apoc. 12,1-3).

     Lo cual no es probablemente, según su sentido inmediato y más importante, otra cosa que una visión profética del año 1917. En este año se aparece en Fátima María Santísima y exhorta a la lucha contra el Dragón. Efectivamente, se apareció a los tres niños videntes más brillante que el sol y como un cristal traspasado de luz; y ante Ella palidecía en cada aparición la luz del sol, siendo esto visible para todos. Como coronamiento de sus grandes apariciones la Madre de Dios obra el sublime milagro del sol, por todos conocido. En este espléndido milagro aparece nuevamente más brillante que el sol y su atuendo realzado por doce estrellas. Al mismo tiempo, en el extremo opuesto de Europa, surge una señal amenazadora: el dragón del comunismo rojo, que pretende destruir, mediante el despliegue total de sus poderosas fuerzas, toda creencia en Dios. La Bienaventurada Virgen María ha venido a desenmascarar al dragón del ateísmo comunista, a señalarlo como castigo de Dios y a aplastarle la cabeza. Esta es la gran promesa de Fátima, la cual se cumplirá con toda certeza (3).

   
2. EL SIMBOLISMO DEL NÚMERO 13 – LA DOBLE MEDIACIÓN DE MARÍA Y DEL SANTO PADRE

     Interpretando la visión apocalíptica de la Mujer revestida del sol en el sentido de Fátima, se aclara una parte del mensaje que la Virgen dirige al mundo y que, hasta ahora, había permanecido un tanto velada: el simbolismo del número 13. ¿Por qué la Santísima Virgen María se apareció siempre el día 13, y no otro día del mes? Es imposible que se trate de una mera casualidad.

     Una solución a este interrogante se encuentra en el libro del Apocalipsis. De la mencionada Mujer revestida del sol se dice que lleva una corona de doce estrellas. Las doce estrellas representan, según los exégetas de las Sagradas Escrituras, a los doce Apóstoles, sobre los cuales ha sido fundada la Santa Iglesia. En esta imagen de la mujer convergen tanto María como la Iglesia. Empero, 13 es igual a 13 + 1. Es decir: María y los 12 Apóstoles de entre los cuales uno, San Pedro, era la cabeza como primer Papa, mientras que, por otra parte, María es la Reina de los Apóstoles. El 13 de octubre la Virgen María se aparece en Fátima adornada con 12 estrellas, es decir rodeada por los 12 Apóstoles, cuyos sucesores hoy en día son los obispos del mundo entero encabezados por el papa. El número 13 entonces, llevado a nuestro tiempo, representaría a María junto al Papa y a los obispos. Este esbozo elemental nos orienta hacia lo medular del mensaje de Fátima: María ha venido para indicarnos el medio por el cual Rusia, que subyugada por el comunismo ateo llegó a ser el azote de Dios para la humanidad, puede ser salvada y convertida.

     Esto será posible solo por la doble mediación de María y del Papa en unión con sus obispos. Esta doble mediación será el instrumento que elevará y hará brillar nuevamente la Mariología, diluida en la actualidad por los errores del ecumenismo y del protestantismo, y también el medio que rectificará la Jerarquía Eclesiástica, actualmente minada en su estructura por la arremetida de una democracia y una colegialidad que van en contra del orden original establecido por su Divino Fundador, Jesucristo.

     Asimismo, esta doble mediación será la fuente por la cual afluirán al mundo las gracias salvadoras en superabundancia. En el número 13 encontramos, entonces, un resumen simbólico del mensaje de Fátima, a la luz del Apocalipsis.

     A modo de comprobación, algunos ejemplos que muestran claramente que Fátima está basada desde el principio en esta doble mediación de María y del Papa.

     El 13 de junio de 1912, el Papa San Pío X recomienda una forma de devoción del primer sábado de mes muy similar a la pedida en Pontevedra y la enriquece con indulgencias diciendo: “Para fomentar la devoción a la Virgen Inmaculada y Madre de Dios María, y para reparar las ofensas que los ateos hacen a su nombre y a sus privilegios de gracia, concedemos a todos los fieles, bajo los requisitos habituales, una indulgencia plenaria el primer sábado de cada mes”. Exactamente cinco años más tarde, el 13 de junio de 1917, se aparece la Santísima Virgen en Fátima y, mostrando su Corazón torturado por los pecados de los hombres, pide que se establezca la devoción reparadora a su Corazón Inmaculado diciendo: “Jesús quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón.” En la siguiente aparición, el 13 de julio, anuncia que vendrá a pedir la comunión reparadora de los primeros sábados (lo cual hará al aparecerse a Sor Lucía, en Pontevedra, el 10 de diciembre de 1925). Así, la Madre de Dios, actuando a la par del Sumo Pontífice, confirma lo que el Santo Papa Pío X ha introducido poco antes como forma de devoción: María y el Papa obran al unísono.

     El 13 de mayo de 1917, el día mismo de la primera aparición de Fátima, el papa Benedicto XV ordena leer en todas las iglesias una carta apostólica, en la cual expone que la paz en el mundo es efecto del rezo del Santo Rosario. Esta carta será también leída en la parroquia de Fátima. Mientras que el Santo Padre se dirige así a la Reina de la Paz, a su Corazón Inmaculado y a la Mediadora de Todas las Gracias, la Virgen María, con su aparición en Fátima, viene a respaldar, de un modo nunca visto, la exhortación magisterial del Papa.

     Otro ejemplo. Como ya hemos expuesto, Margherita Guarducci pudo reconstruir exactamente la fecha del martirio de San pedro Apóstol, primer Papa: fue el 13 de octubre del año 64. Así, el 13 de octubre, día de la última aparición y del gran milagro del sol, establece una profunda relación entre Pedro, Papa, y la Virgen María. Esta notoria concordancia sitúa de nuevo las apariciones de María Santísima en Fátima dentro de un contexto muy amplio y significativo. El 13 de octubre del año 64 significa, en su momento, una victoria del impío César Nerón. Pero a partir de esta victoria de las tinieblas, se produce la victoria luminosa del Papado, pues a través del martirio de San pedro se arraiga la cátedra pontificia en Roma. De igual manera, se puede observar también hoy una cierta amenaza de las tinieblas contra el trono de San Pedro, sin embargo, se puede confiar en que esta humillación desembocará, de igual modo, en un gran triunfo del Papado.

     La estrecha relación entre la fecha de la última aparición de Nuestra Señora en Fátima, el 13 de octubre, y la instauración, por deseo pontifical, del mes de octubre como Mes del Santo Rosario, señala una vez más esta “cooperación” entre María y el Papa, que llevará finalmente a la victoria. En efecto, la Santísima Virgen quiso demostrar su beneplácito ante el decreto de león XIII (4)  presentándose a los pastorcitos, justamente en el mes de octubre, como Reina del Santo Rosario.

     Encontramos así confirmadas las palabras del eminente teólogo de la Alemania del siglo XIX, Matthias Joseph Scheeben (+1888): “María y la Cátedra de Pedro están estrechamente unidos en el plan de Dios y en la historia de la Iglesia”. Aparecen unidos también en la aceptación y hasta en el rechazo por parte de los  hombres; así, por ejemplo, los protestantes no solamente niegan la autoridad del Vicario de Cristo, sino que también rechazan a María y su condición de maternal Intercesora y Mediadora.

     Las fechas de Fátima, elegidas por la Divina Providencia, amarran también relaciones precisas con los Papas, incluso con los pontífices marianos del siglo XIX. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la vida del Beato Papa Pío IX. “El Papa de la Inmaculada nace 125 años antes de la primera aparición en Fátima, el 13 de mayo de 1792,  (…) y en el mismo día es bautizado como Giovanni María y consagrado en forma especial a la Madre de Dios. Así, toda la vida de este papa de la Inmaculada transcurre bajo el signo de María. (…)  Si se considera (…) que luego de la proclamación del dogma de la Inmaculada concepción de María (el 8 de diciembre de 1854) (…) el 8 de diciembre de 1869, inauguró el concilio Vaticano I, en el que él mismo definirá la infalibilidad del Papa, se puede entender que ya en 1870 el gran teólogo M.J. Scheeben haya visto singularmente encarnada en la persona de Pío IX la notoria relación entre el dogma de la Inmaculada concepción de María, sedes sapientiae, y el dogma de la Infalibilidad Papal, como cathedra sapientiae”(5). También las revelaciones del siglo XVI en Quito (hoy Ecuador), que han sido reconocidas por la Iglesia, predicen que el mismo Papa que definirá el dogma de la Inmaculada Concepción definirá también el de la Infalibilidad Papal (6).

     El Papa León XIII, fervoroso promotor del rezo del Santo Rosario – escribió 15 encíclicas con cálidas recomendaciones para exhortar al rezo del Santo Rosario -, tuvo una visión en la cual se le mostró que Dios concedía al demonio un siglo para minar su Iglesia. Fue a raíz de esta aterradora visión que León XIII introdujo el rezo de las tres Avemarías y la oración a San Miguel Arcángel al final de la Santa Misa. Distintas fuentes señalan que esta famosa visión, que recuerda la visión del Tercer Secreto de Fátima, ocurrió un 13 de octubre.

     Esta doble mediación, que se hace visible ya desde el comienzo de las apariciones de Fátima, continúa orgánicamente en la promesa de que Rusia se convertirá si el Papa la consagra al Inmaculado Corazón de María. La gran promesa celestial no podrá cumplirse ni sin María, ni sin el Papa. Si la Bienaventurada Virgen María quería iniciar y concluir victoriosamente su lucha sólo en conjunción con el Papa, entonces también es seguro que los frutos que Dios ha querido no sólo consistirán en una inmensa glorificación de María y en un confiado amor de los hombres hacia Ella (“Pero , finalmente, mi Corazón Inmaculado triunfará”), sino, paralelamente, en una verdadera glorificación del poder sobrenatural y de la autoridad del Santo Padre y en una gran confianza filial de toda la Cristiandad en el papado restaurado. Esta victoria lucirá tanto más, cuanto que la teología progresista busca rebajar tanto la condición de María como Mediadora de Todas las Gracias, como también la mediación sacerdotal del Papa como Vicario de Jesucristo y cabeza visible de la única verdadera Iglesia, fuera de la cual no hay salvación.

     Sin embargo, esta victoria del Papado no tendrá mal entendidas características triunfalistas. No es triunfal el momento en que Jesucristo, luego de su resurrección, confiere la autoridad sobre toda su Iglesia a San Pedro Apóstol, ya que, a través de su triple pregunta, “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”, le recuerda su triple negación. Así también, el gran triunfo del Papa vinculado al del Corazón Inmaculado de María, estará unido al recuerdo de faltas cometidas durante varias décadas. Por lo tanto, tendrá este triunfo, evidentemente, un carácter muy sobrenatural, que no permitirá ser confundido con presunción.

     La beata Anna María Taigi, describiendo el papado renovado y glorificado, durante e inmediatamente antes del tiempo de paz que seguirá a la gran prueba, habla de un Papa muy santo que renovará la Iglesia: “El Papa, elegido según el Corazón de Dios, será apoyado por Dios a través de inspiraciones muy especiales. Su nombre será honrado en el mundo entero y aplaudido por todos los pueblos. Es él el santo Papa escogido para resistir la tormenta. El brazo de Dios lo apoyará y lo defenderá contra los ateos, quienes serán humillados y avergonzados. Finalmente, poseerá el don de obrar milagros”(7). Se complementa este vaticinio con las visiones místicas de Bartholomäus Holzhauser quien, sobre Apoc. 14,15 dice: “El ángel, que procede del Santuario (…) es aquel santo y magno Papa que Dios en aquellos días (…) suscitará” (8).

     Hay aún más números simbólicos en relación con Fátima. El tiempo transcurrido desde la primera hasta la última aparición, o sea, desde el 13 de mayo a mediodía hasta el 13 de octubre a mediodía, es exactamente de 153 días. Ahora bien, 153 es también el número de Avemarías del Salterio, del Rosario completo con sus quince misterios, Este simbolismo es nuevamente una reafirmación de la petición de rezar el Rosario, lo que la Madre de Dios reiteró en todas sus apariciones. Así el Cielo confirió un misterioso sello a las apariciones de Fátima, lo cual los pequeños videntes jamás habrían podido inventar.

     El número 153 se encuentra también en los Evangelios. Después de la resurrección de Cristo, ocurre la milagrosa pesca de San Pedro. Los Apóstoles no han pescado nada en toda la noche; pero, obedeciendo a Cristo, quien les dice: “Echad la rede a la derecha del barco y encontraréis”, logran inesperadamente una abundante pesca. San Juan Evangelista escribe: “Subió Simón Pedro (a la barca) y sacó a tierra la red, llena de 153 grandes peces”. Se propone una interpretación profética con respecto al rezo del Santo Rosario: Pedro, es decir, el Santo Padre, obedeciendo ciegamente a su Divino Maestro Jesús, mediante la confiada invocación a la Reina del Santo Rosario, hará un día una “pesca” absolutamente milagrosa.


3. EL SIMBOLISMO DEL NÚMERO 17 – LA BESTIA Y LA REINA DEL SANTO ROSARIO

Ya que nos estamos cuestionando el simbolismo de los números, centremos ahora la atención en el número 17, que en forma notoria se reitera en los años decisivos ya mencionados de 1517, 1717 y 1917, y que reaparece en otros datos. La clave para la interpretación del simbolismo del número 13 se encontraba en el primer versículo el capítulo 12 del Apocalipsis. Si leemos dos versículos más, encontramos la clave para la explicación del número 17:

     “Y una gran señal apareció en el cielo; una mujer revestida del sol, con la luna debajo de sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Y viose otra señal en el cielo y he aquí un gran dragón de color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos”(Apoc.12,1-3).

     ¡10 + 7 es igual a 17! El dragón con siete cabezas, y sobre las cabezas siete coronas, y con diez cuernos, y sobre los cuernos diez diademas, se menciona nuevamente en Apocalipsis 13,1, como también en Apoc. 17,3 y 7. Aquí se interpretan las cabezas y los cuernos como reyes, lo que daría como resultado 17 reyes. El número 17 aparece así como el número simbólico del dragón, que acosa a la Madre de Dios y a sus hijos.

     Sin embargo, se puede añadir una interesante interpretación complementaria, en la cual el número 17 aparece como alusión simbólica a la Reina del Santo Rosario, quien vencerá al dragón. Se obtiene el número 17, como suma de 7 más 10, también a través del siguiente cálculo: en la aparición del 13 de octubre, la Madre de Dios se presentó como Reina del Santo Rosario, con lo  cual Ella misma establece una relación, que debe tenerse en cuenta, con la fiesta eclesiástica del Santo Rosario, la que se celebra el 7 de octubre o sea, el 7 del 10 (lo que sumado, da 17, coincidencia realmente notoria).

     Además, la fiesta del Santo Rosario, como fiesta de la Iglesia universal, se celebró por primera vez en el año 1717. Aquí figura aun doblemente el número 17, lo que apoya adicionalmente la interpretación dada sobre la Reina del Santo Rosario (9).

     Así, una lectura del Apocalipsis en la perspectiva del simbolismo del número 17, nos entrega una doble interpretación de la visión: por una parte, el dragón que ataca con siete cabezas y diez cuernos, es decir, Satanás con sus colaboradores; y, por la otra, María, la Reina del Santo Rosario, quien aplasta al dragón infernal y quien resplandece como vencedora triunfal en las batallas de Dios.

     Esta interpretación del Número 17 viene a dar a los números de los años 1517,1717 y 1917 un sentido de conjunto. Se trata del alzamiento escatológico del dragón, lo que, sin embargo, finalmente concluirá con la gloriosa victoria de María.

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  NOTAS

       1.  TVF, t. 3, p. 515, p. 533

       2.  TVF, t. 3, p. 338, p. 504.

       3.  Cfr: TVF, t. 1, p. 177; t. 3, p. 535 s.

      4. León XIII instituyó el mes de octubre como Mes del Santo Rosario y ordenó que en todas las parroquias se rezara una tercera parte del Rosario  las Letanías Lauretanas frente al Santísimo Sacramento expuesto.

       5. Holböck, Ferdinand, Geführt von Maria, Stein am Rhein 1987, pp. 504 s.

      6. Véase: Horvat, Marian Therese, our Lady of Good Success, Prophecies for our Times, Los Angeles 1999, p. 61.

     7. Vacquié, Jean, Bénédictions et Malédictions. Prophéties de la Révélation Privée, Paris 1987, p. 112.

    8. Holzhauser, Bartholomäus, Prophezeiungen, Visionen und Auslegung der Apokalypse, Wien 1981, pp. 215 s.; cfr: p. 198.
  
  9. Después de la batalla de Lepanto en 1571, el papa Pío V introdujo, como acción de gracias, una fiesta en     honor a la Reina del Cielo, la conmemoración de Nuestra Señora de las Victorias. Su sucesor, Gregorio XII, ordenó que esta fiesta se celebrase en adelante como fiesta del Santo Rosario. Más tarde, después de las grandes victorias del príncipe Eugenio sobre los musulmanes en peterwardein, y del Emperador Carlos VI en Hungría, el 5 de agosto del año 1716, el Papa Clemente XI extendió la fiesta a la Iglesia universal. Así, el año siguiente, en 1717, se hizo efectiva la celebración de esta nueva fiesta por la Iglesia universal.

   Padre Gérard Mura,
 FÁTIMA ROMA MOSCÚ

jueves, 22 de agosto de 2013

CONSAGRACIÓN AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA



Amabilísima y admirabilísima Virgen María, Madre de mi Salvador Jesucristo y Madre mía, postrado a vuestros pies, uniéndome humildemente a todos los actos de devoción y amor de todos los corazones que os aman en el Cielo y en la tierra, os saludo, Madre queridísima, os venero y os elijo hoy por soberana mía y Reina de mi corazón, la guía de mi vida, mi Protectora, mi Abogada y refugio mío en todas las necesidades espirituales y corporales. 

Yo os ofrezco y consagro mi alma, mi corazón, mi cuerpo y todo lo que me pertenece. Deseo también que todos mis pensamientos, palabras, acciones, todos los alientos de mi respiración y latidos de mi corazón, sean, en el presente y en el futuro, otros tantos actos de alabanza a la Santísima Trinidad por todos los privilegios y gracias incomparables que os ha concedido. 

¡Oh Virgen amabilísima!, entrego confiadamente a vuestras manos maternales todos mis deseos, propósitos y anhelos, y no quiero jamás aspirar a algo más allá de lo que sea conforme a la voluntad de Vuestro Divino Hijo y la Vuestra.

Aceptadme, os lo ruego, queridísima Madre, entre vuestros hijos predilectos y en el número de los servidores escogidos, privilegiados de poder colaborar en la preparación del triunfo de Vuestro Corazón Inmaculado. Consideradme y tratadme enteramente como posesión vuestra. Disponed de mí y conducidme siempre y en todo lugar, no según mis propias inclinaciones y deseos, sino según vuestro beneplácito. 

Yo, por mi parte, tomo hoy la firme resolución de observar fielmente los mandamientos de Vuestro Divino Hijo Jesús, de seguir vuestras maternales exhortaciones, oh Reina del Santo Rosario, de amaros tiernamente y de consolaros. Quiero también, en cuanto me sea posible, por mis oraciones y sacrificios llevar a muchas otras almas a hacer lo mismo. 

Sobre todo, quiero venerar con especial devoción vuestro Purísimo Corazón, ardiente de caridad y, con vuestra poderosa asistencia, oh Mediadora de Todas las Gracias, tratar de imitar tanto como pueda las sublimes virtudes que os adornaban aquí en la tierra. 

¡Oh, Reina de mi corazón!, que por el misterioso obrar del Espíritu Santo en vuestra alma santísima habéis sido transformada en el verdadero Espejo de Justicia de Jesús, vuestro Divino Hijo; imprimid en mi corazón, os lo ruego, una imagen perfecta de las virtudes del vuestro, a fin de que el mío sea un retrato vivo del vuestro Inmaculado. 

Oh Virgen Gloriosa, vuestro Purísimo Corazón ha estado durante su existencia terrenal entrañablemente unido al Divino Corazón de vuestro Hijo, compartiendo plenamente sus nobilísimos sentimientos y espíritu de sacrificio; y ahora, elevado a la Bienaventuranza del Cielo, está perennemente unido a Él de modo inigualable, en la más sublime felicidad. Por ello os ruego, oh Madre de Dios, unid mi pobre corazón de tal manera al de mi Jesús que no abrigue otros sentimientos y deseos que los vuestros, y que no obre nunca sino lo que sea más agradable a Su Sacratísimo Corazón y a vuestro Dulcísimo Corazón Inmaculado, oh Madre Benignísima. Amén.

San Juan Eudes (1601-1680)

domingo, 18 de agosto de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (X)


CAPÍTULO 10

Que el propio conocimiento no causa desmayo,
sino antes ánimo y fortaleza. 

Hay otro bien grande en este ejercicio del propio conocimiento, que no sólo no causa desmayo ni cobardía, como le podría por ventura parecer a alguno, antes da grande ánimo y fortaleza para todo lo bueno. Y la razón de esto es, porque cuando uno se conoce a sí, ve que no tiene en qué estribar en sí, y desconfiando de sí, pone toda su confianza en Dios', en el cual se halla fuerte y poderoso para todo. De aquí es que éstos son los que pueden emprender y acometer cosas grandes, y los que salen con ellas: porque como lo atribuyen todo a Dios y nada a sí, toma Dios la mano y hace suyo el negocio, y se encarga de él, y entonces quiere Él hacer maravillas y cosas grandes por instrumentos y medios flacos [para descubrir las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia que son los escogidos] (Rom 9, 23). Para mostrar las riquezas y tesoros de sus misericordias, quiere Dios por vasos e instrumentos flacos y miserables hacer cosas maravillosas. En los vasos de mayor flaqueza suele poner los tesoros de su fortaleza, porque de esa manera resplandece más su gloria.  

Esto es lo que dijo el mismo Dios a San Pablo; cuando fatigado de sus tentaciones daba voces pidiendo le librase de ellas, le respondió Dios (2 Cor 2, 9): Te basta mi gracia, por muchas tentaciones y flaquezas que sientas, porque la virtud de Dios se muestra más perfecta y más fuerte, cuando es mayor la enfermedad y flaqueza. Así como el médico gana más honra mientras la enfermedad es mayor y más peligrosa, así mientras más flaqueza hay en nosotros, más honra gana el brazo de Dios. Así declaran este lugar San Agustín y San Ambrosio. Pues por eso, cuando uno se conoce y desconfía de sí, y pone toda su confianza en Dios, entonces acude y ayuda su Majestad; y, por el contrario, cuando uno va confiado de sí y de sus medios y diligencias, es desamparado. Esta dice San Basilio, que es la causa por que muchas veces en algunas fiestas principales, cuando nosotros deseábamos y pensábamos tener mejor oración y más devoción, tenemos menos, porque íbamos confiados en nuestros medios y en nuestras diligencias y preparaciones; y otras veces, cuando menos pensamos, somos prevenidos con grandes bendiciones de dulzura, para que entendamos que ésa es gracia y misericordia del Señor, y no diligencia ni merecimiento nuestro. 

De manera que el conocer uno su flaqueza y miseria no desmaya ni acobarda, antes anima y esfuerza más, porque hace desconfiar de sí y poner toda la confianza en Dios. Y eso es también lo que dice el Apóstol (2 Cor 12, 10): [Cuando estoy enfermo, entonces soy más poderoso]. Esto es: [cuando me humillo, entonces soy ensalzado]. Así lo declaran San Agustín y San Ambrosio: Cuando me humillo y abato, y conozco que no puedo ni valgo nada, entonces soy ensalzado y levantado; mientras más conozco y veo mi enfermedad y flaqueza, poniendo los ojos en Dios, me hallo más fuerte y más esforzado para todo, porque Él es toda mi confianza y fortaleza (Jer 17, 7). 

De aquí se entenderá que no es humildad, ni nacen de ella, unos desmayos y descaecimientos que nos suelen venir, unas veces acerca de nuestro aprovechamiento, pareciéndonos que nunca hemos de poder alcanzar la virtud, ni vencer la mala condición e inclinación que tenemos; otras, acerca de los oficios y ministerios en que nos pone o puede poner la obediencia: Si tengo yo de ser para confesar, si tengo de ser para andar en misiones o para otras cosas semejantes. Parece esto humildad, pero muchas veces no lo es; antes nace de soberbia, porque pone uno los ojos en sí, como si por sus fuerzas, industrias o diligencias hubiera de poder aquello, habiéndolos de poner en Dios, en el cual hemos de quedar muy esforzados y animados. (Sal 26, 1-3): [El Señor es mi lumbre y mi salud, ¿a quién temeré? El Señor es defensor de mi vida, ¿de quién habré miedo?] Si se levantaren contra mi ejércitos, no temerá mi corazón; si se levantaren contra mi batallas, en Dios esperaré (Sal 22, 4): Aunque ande en medio de la sombra de la muerte, y aunque llegue hasta las puertas del infierno, no temerá mi corazón, porque Vos, Señor, estáis conmigo. ¡Con qué diversidad de palabras dice al santo Profeta una misma cosa! Y tenemos los Salmos llenos de esto, para significar la abundancia del afecto y confianza que él tenía y nosotros hemos de tener en Dios. (Sal 17, 30): En mi Dios pasaré el muro, por alto que sea; no se me pondrá nada delante; Él vencerá los gigantes con las langostas; en mi Dios hollaré los leones y dragones; con la gracia y favor del Señor seremos fuertes. (Sal 17, 35): [Dios enseñó mis manos para la batalla; Vos, Señor, dais a mis brazos la fortaleza de un arco de metal]. 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J

jueves, 15 de agosto de 2013

PIO XII PROCLAMO EL DOGMA DE LA ASUNCION DE MARIA


1950 puede ser considerado el vértice y punto culminante del pontificado del venerable Pío XII. Era año jubilar y los peregrinos afluían a Roma en muchedumbres sin precedentes, venidas quizás porque en la capital del Papado veían la única roca de estabilidad y el único puerto de seguridad después que en el curso de la terrible guerra que acababa de desangrar se habían perdido todos los referentes humanos. La voz del Vicario de Cristo se había alzado con una altísima autoridad moral y era respetada y escuchada hasta por los líderes políticos y religiosos y los pueblos ajenos al catolicismo. La Iglesia mostraba una vitalidad y dinamismo enormes: gran florecimiento de vocaciones, aumento constante de la práctica dominical en los fieles, surgimiento de nuevas formas de vida consagrada y apostolado, difusión sin precedentes de las misiones católicas en el mundo entero, un renovado interés por la sagrada liturgia… Cierto es que este panorama alentador ofrecía algunas sombras (empezaba a insinuarse la contestación teológica del magisterio, algunos sectores del clero se comenzaban a ideologizar, el peligro de caer en la rutina y en la instalación en la comodidad de una religiosidad puramente formal se cernía sobre no pocos fieles), pero los aspectos más visibles eran los positivos.

Fue en ese año y en ese contexto cuando el 1º de noviembre el Romano Pontífice definía solemnemente, ante más de ochocientos obispos venidos de todas partes y una multitud de cientos de miles de fieles congregados en la Plaza San de San Pedro, el dogma de la Asunción de la Santísima Virgen, corolario del dogma de la Inmaculada, que cien años antes había proclamado otro Pío, el nono de su nombre. Después de la peroración de rigor pronunciada por el cardenal Eugène Tisserant, decano del Sacro Colegio cardenalicio, el papa Pacelli pronunció las palabras que se grabarían con letras indelebles en las Actas del Magisterio solemne de la Iglesia:

“Quapropter, postquam supplices etiam atque etiam ad Deum admovimus preces, ac Veritatis Spiritus lumen invocavimus, ad Omnipotentis Dei gloriam, qui peculiarem benevolentiam suam Mariae Virgini dilargitus est, ad sui Filii honorem, immortalis saeculorum Regis ac peccati mortisque victoris, ad eiusdem augustae Matris augendam gloriam et ad totius Ecclesiae gaudium exsultationemque, auctoritate Domini Nostri Iesu Christi, Beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra pronuntiamus, declaramus et definimus divinitus revelatum dogma esse : Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad caelestem gloriam assumptam”.

“Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. (Bula Munificentissimus Deus, 44; Denz. 3903).

¿Cómo se llegó a la definición del cuarto dogma mariano? En realidad se trataba de una creencia constante del pueblo fiel documentada al menos desde el siglo V. Tan arraigada estaba en la fe de las naciones que en 1638 el rey Luis XIII de Francia no dudó en consagrar su reino a la Santísima Virgen bajo el misterio de su Asunción, declarándola su patrona y protectora y mandando que el 15 de agosto de cada año se celebrase su fiesta con solemne pompa. A nivel teológico, el gran impulso lo recibió la doctrina de la Asunción de los estudios suscitados con ocasión de la proclamación de la Inmaculada Concepción por el beato Pío IX, que inauguró la era de la llamada Mariología científica moderna. El tratado de Beata no había sido hasta el siglo XVI –cuando San Pedro Canisio y Francisco Suárez fundaron la Mariología positiva y especulativa– una disciplina tratada sistemáticamente y con autonomía, sino que se la estudiaba como parte de sumas teológicas. Ni qué decir tiene que un tratado específico sobre la Asunción era inexistente. Por otra parte, los libros especialmente dedicados a la Madre de Dios eran más obras de mística y de piedad que de rigor científico, convirtiéndose en el siglo XVII en magnas y barrocas creaciones que produjeron un efecto de repulsa racionalista y minimalista (como la Mariologie del jesuita Théophile Raynaud).

La profundización en la reflexión teológica sobre el gran privilegio de la Inmaculada a que dio lugar la definición de la Inmaculada mostró la conexión entre este misterio y el de su Asunción corporal a los cielos. Si la Inmaculada Concepción representa el estadio inicial de la existencia terrena de María, su gloriosa Asunción representa su estadio final, el culmen lógico del desarrollo progresivo de su plenitud de gracia y de su santidad.

Fue precisamente alrededor de 1854, año de la definición inmaculista, cuando se manifestó con fuerza el movimiento asuncionista, el cual fue iniciado, por una parte, fray Jorge Sánchez, obispo del Burgo de Osma, en 1849 y, por otra, San Antonio María Claret, confesor de doña Isabel II, en 1863. Esta reina de España solicitó oficialmente al Papa la definición del dogma de la Asunción (petición que sería renovada, tras la restauración de la monarquía, por la reina regente doña María Cristina y más tarde por el proprio rey don Alfonso XIII).

Concomitantemente, aparecieron las primeras ediciones críticas de los Apócrifos relativos a la Asunción (que tanta importancia habían tenido en el desarrollo de esta creencia): en 1865 el orientalista William Wright publicó en Londres Contributions to the apocryphal literature of the New Testament (que le sirvió para su ensayo The Departure of my Lady Mary from this World del mismo año) y en 1866 el biblista Constantin von. Tischendorf sacó a la luz Apocalypses apocryphae. A partir de esta época la Teología asuncionista se fue abriendo paso con cada vez mayor brío, sobre todo gracias a las encíclicas marianas de los Papas, especialmente las de León XIII, y a los Congresos Mariológicos, que comenzaron a multiplicarse y que fomentaron, además, un movimiento paralelo a favor de la doctrina de la Mediación universal (la cual, a su vez, implicaba, la de la Corredención). Entre los escritos sobre la Asunción aparecidos desde entonces cabe citar, entre muchos otros, los del cardenal Benito Sanz y Forés, Alfonso M. Janucci, Léon Gry, Domenico Arnaldi, Mauricio Gordillo, Henri Jalaber, Olav Sinding, Luigi Vaccari, Joseph Tanguy, I. Wiederkehr, Guido Mattiusi, B.-H. Merkelbach, A.-E. Naegel, Joseph Plessis, François-Xavier Godts, Dom Paix Renaudin, Corentin Legrand, Dom A. Willmart, Andrés Ocerín de Jáuregui, P.I. Toner y Rudolph Willard.

En general la cuestión no se planteaba en términos de si hubo o no Asunción psicosomática de María a los cielos (los autores estaban de acuerdo en afirmarla); el verdadero meollo consistía en hallar el nexo con la tradición apostólica de una creencia cuyas fuentes testimoniales más antiguas databan sólo del siglo V y a través de los libros apócrifos. La definibilidad del dogma, en efecto, dependía de que se considerase a este misterio como parte del depósito revelado (por eso algunos autores como Bernhard Poschmann y Berthold Altaner, que no lo veían de ese modo, lo reducían a la categoría de sententia pia). Por otra parte, la Asunción implicaba un tema conexo, a saber el de la inmortalidad de la Santísima Virgen, es decir, si María había subido a los cielos en cuerpo y alma previa su muerte y resurrección o si no había pasado por ese trance (lo que suponía su transformación en cuerpo glorioso sin mediar separación de alma y cuerpo). Fue en este contexto en el que apareció en 1944 el importante tratado de fr. Martin Jugie, religioso asuncionista (1878-1954), que lleva por título La mort et l’Assomption de la Sainte Vierge. Étude histórico-doctrinale (Tipografía Vaticana).

El P. Jugie sostenía, en primer lugar, que los apócrifos, en razón de ser relatos plagados de elementos fantasiosos y hasta inverosímiles, no podían ser tenidos como testimonio fiable de una tradición anterior que, sin duda, existió en forma oral en un círculo restringido en torno al apóstol san Juan. Dado, pues, que no se podía hallar el vínculo directo con la Sagrada Escritura y la Tradición en apoyo de la Asunción, proponía que se procediese con ella como con una canonización, la cual goza de certeza dogmática y toca el campo de lo infalible sin que se recurra al argumento de la Revelación. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad de la Virgen, nuestro autor, sin defenderla claramente, mostraba que durante los cinco primeros siglos del cristianismo (es decir, antes de la aparición de los Apócrifos de la Asunción) no se tenía por cierto el hecho de que la Virgen hubiera muerto. Los dos únicos padres que abordaron directamente el tema fueron los palestinenses San Epifanio de Salamina (para ponerlo en duda) y Timoteo de Jerusalén (para negarlo). Además, la Iglesia, al establecer la primitiva fiesta de la Memoria de Santa María (la del 15 de agosto) no hizo mención alguna de él. Que después se haya llegado a afirmarla y creerla generalmente (al punto que en Oriente se celebra la Dormición de la Virgen) es resultado de la difusión de los apócrifos, que suponían que el modo más natural de abandonar el mundo era la muerte.

Al paso del P. Jugie salió en 1946 el franciscano dálmata Carlos Balic (1899-1977), quien en su largo artículo De definibilitate Assumptionis B. Mariae Virginis in coelum (publicado en 1946 en la revista del Antonianum de Roma) revaloriza el testimonio de los apócrifos de la Asunción, juzgando hipercrítico el juicio que le merecen al P. Jugie. Para Balic, si bien es cierto que tales escritos están llenos de fantasía, ello no es óbice para considerar que contienen un núcleo de la verdad transmitida por la tradición, del mismo modo como acaece con otros evangelios apócrifos, como los de infancia o protoevangelios, tributarios de la segura tradición lucana aunque no divinamente inspirados. Además, no es posible pensar en un estallido repentino de la creencia en la Asunción, que habría surgido por una suerte de generación espontánea sin una tradición previa que la sustentase. Bajo la exuberancia propia de los escritos apócrifos se esconde sin duda una creencia antigua y venerable. En cuanto a la muerte de la Santísima Virgen, el franciscano prefiere la opinión que sostiene que, aunque inmortal de derecho, la Madre de Dios murió de hecho por mejor asimilarse a su Divino Hijo el Redentor.

La definición dogmática pronunciada por el venerable Pío XII esclareció infaliblemente el primer aspecto de la cuestión de la Asunción; no así el segundo, que dejó, como materia opinable, a la disputa de los teólogos. En efecto, a lo largo de la bula Munificentissimus, el Papa ofrece algunos argumentos que muestran una conexión con la revelación, aunque ésta no se encuentre explícita ni en la Escritura ni en la Tradición primitiva. Se trata del llamado “revelado implícito” (como es el caso del número septenario de los Sacramentos, por ejemplo) y lo ve básicamente en el sensus fidelium, en el testimonio de la sagrada liturgia y en el de algunos Santos Padres, principalmente San Juan Damasceno y San Germán de Constantinopla. Pero, para evitar el peligro de que el sensus fidelium, de ser testimonio pasase a ser visto erróneamente como fundamento del dogma, el Papa recurre al testimonio de la Sagrada Escritura interpretada por la tradición eclesiástica representada por los principales teólogos escolásticos antiguos y modernos, que prueban la verdad de la Asunción. En lo que se refiere a la inmortalidad de la Virgen, separa el Romano Pontífice lo que constituye el hecho de la Asunción (materia del dogma) de las circunstancias en que se produjo (es decir, con muerte y resurrección previa o con transformación directa en cuerpo glorioso sin pasar por la muerte). Por eso, al definir el dogma cuidó al extremo las palabras y proclamó infaliblemente que María había subido en cuerpo y alma a los cielos “una vez cumplido el curso de su vida terrena” (“expleto terrestris vitae cursu”), sin especificar el modo cómo ese curso llegó a su término

En cuanto a la historia externa del dogma, queda decir que el papa Pacelli había dirigido a los obispos católicos de todo el mundo la encíclica Deiparae Virginis de 1º de mayo de 1946, pidiéndoles su parecer sobre si era oportuna en su opinión una definición dogmática de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. De esta manera respondía no sólo a un impulso que le dictaba su inequívoca devoción mariana (desde 1903 pertenecía a “Congregación de Nobles del Santísimo Sacramento y de la Asunción de Nuestra Señora” erigida en Roma), sino a la petición en tal sentido firmada por más de ocho millones de fieles que le habían hecho llegar. La contestación de los prelados fue abrumadoramente afirmativa: sólo seis de entre los 1.181 consultados manifestaron alguna reserva. La prevista definición recibió la ratificación final de los cardenales reunidos en consistorio semipúblico el 30 de octubre de 1950, es decir, dos días antes de que se verificase el acto. En tal ocasión el venerable Pío XII dijo que “el coro admirable y prácticamente unánime de pastores y fieles profesaban la misma fe y pedían la misma cosa como sumamente deseada por todos” y “como toda la Iglesia Católica no puede engañar ni ser engañada, tal verdad, firmemente creída ha sido revelada por Dios y puede ser definida con Nuestra suprema autoridad”.

Esa misma tarde y en los dos días sucesivos, el Papa fue testigo, durante su paseo por los jardines vaticanos, de la reproducción del milagro de Fátima, como si se tratara de una confirmación celeste de la proclamación dogmática. La vinculación de Eugenio Pacelli con el misterio de Fátima es sugestiva: recuérdese que su consagración episcopal por el papa Benedicto XV tuvo lugar el 13 de mayo de 1917, día en que se produjo la primera de las apariciones. El 31 de octubre, a la hora del crepúsculo, partía de la basílica romana de Santa María in Ara Coeli una impresionante y multitudinaria procesión de clero y fieles acompañando la venerable imagen de la Santísima Virgen bajo la advocación de Salus Populi Romani (Salvación del pueblo romano), que se venera habitualmente en la Capilla Paulina de la basílica de Santa María la Mayor y en cuyo altar ofreciera por primera vez el santo sacrificio el entonces neopresbítero Eugenio Pacelli el 3 de abril de 1899. El sagrado icono –que sería coronado canónicamente por el propio Pío XII en 1954– fue llevado a la basílica patriarcal de San Pedro donde fue colocado para presidir la tan ansiada proclamación del dogma asuncionista.

Así como la definición de 1854 propició y favoreció la de 1950, ésta produjo un desarrollo tal de los estudios mariológicos en la siguiente década que se llegó a postular la definición de otros dos dogmas marianos: el de la Corredención de la Virgen y el de la Mediación universal de las gracias. El año santo mariano de 1954 y los congresos marianos nacionales e internacionales que se sucedieron (como el importantísimo congreso nacional de Zaragoza de 1954) favorecieron ese desarrollo, que, inopinadamente se vio truncado por la corriente minimalista que había empezado a insinuarse en ciertos ambientes y que prevaleció en el aula conciliar al negar a la Virgen un esquema propio. Hoy en día una noción falsa de ecumenismo constituye el principal obstáculo para el avance de dichas doctrinas marianas, cosa que el venerable Pío XII hubiera estado bien lejos de imaginar.

lunes, 12 de agosto de 2013

LA VERDAD


LA VERDAD 

poema del Beato Carlos Manuel Rodríguez. 

LA VERDAD ES UNA GRAN SEÑORA. Es una dama única de alta alcurnia, de noble estirpe. Es sencilla. Se adorna con dos joyas que lleva siempre prendidas al pecho. Estas son símbolos de cualidades intrínsecas suyas. 

Una de estas joyas es clara y transparente como el agua del manantial, como el cristal incoloro. Sólo a través de ella puede captarse y verse la realidad objetiva. Es una joya, muy rara y desconocida, lo cual hace que la mayoría no sepa aquilatarla en su justo valor. Se llama la humildad. 

La otra es roja como el rubí. Es la caridad, el amor. El amor genuino no puede existir si no procede de la verdad. La verdad ama al equivocado, aún a aquel que de ella se burla y la persigue, y cual madre cariñosa quisiera traerlo a su seno para alimentarlo con su substancia pura y sin mezcla de contaminación. Quiere, se desvela, se afana por darle la vida genuina y la vista intelectual de la cual este carece. Ella ama al equivocado como sólo una madre verdadera puede hacerlo, pero no transige con el error. No puede hacerlo, su misma esencia peligraría. Dejaría de ser lo que es si llegara a contemporizar con el error. Ella no conoce las transacciones de conveniencia. No quiere, se opone, resiste a hacer concesiones. ¿Orgullo? ¿Terquedad? ¿Estrechez? No, no puede ser. No es eso. 

La verdad es humilde, porque la humildad verdadera, germina en la verdad. La verdad es firme, segura, equilibrada, mas no terca. Ella es amplia como el infinito porque todo lo abarca, pero es una. 

El error sí es orgulloso. La soberbia es su esencia. El error es atrevido, irreverente, jactancioso, burlón. No quiere darle paso a la verdad porque sabe que con esto firmaría su propia sentencia de muerte. Es que la verdad posee tal semblante, que una vez contemplada, arrastra en pos de sí al privilegiado que pudo tener la dicha de verla. El error es terco y estrecho, pero es múltiple. El error confunde y engaña a las mentes pequeñas, y a veces, con harta frecuencia, para desgracia, a muchos no tan pequeños. Esta es su misión, su razón de ser. Su multiplicidad, sus concesiones, confunden. Se llega a creer que por ser múltiple, el error es la libertad. Se llega a pensar que aceptar algo único, algo que excluya lo contrario, lo truncado, lo amalgamado, es una limitación.

En apariencia la verdad limita: la verdad recorta, escoge, selecciona cada cosa y luego la nombra con el nombre propio de su autenticidad intrínseca y substancial. Si digo flor, y lo digo con toda sinceridad y de acuerdo a la realidad objetiva ya no puedo decir que es tallo, ni tierra, ni piedra. Es flor y no hay otra alternativa. 

¡Dichosa limitación la que me impone la verdad! Esa es la verdadera libertad. La verdad limita en apariencia pero liberta, da vida, une firmemente. Es siempre interesante y nueva. 

El error es siempre opresor y tirano. Sus concesiones son la emboscada que utiliza para engañar atraer a los incautos. El error es monótono. No une, sino que amalgama lo que es contradictorio entre sí. 

Quien con el error transige no ama la verdad, no la conoce. El horror a lo falso es la clave del amor a la verdad. Quien no ama la verdad por encima de todo y a costa de todos los contratiempos y sacrificios, no merece encontrarla ni conocerla. 

No podemos hacer concesiones de la verdad. No podemos truncarla por una falsa idea de tolerancia, porque no la hemos creado nosotros, no nos pertenece en ese sentido. Hay que aceptarla como es.

Por amor a la verdad atrevámonos a todo sin olvidar que no hay verdad sin caridad. No nos atrevamos a nada que favorezca el error.


domingo, 11 de agosto de 2013

LA AMOROSA PERMANENCIA DE CRISTO EN EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR


Venid a Mí todos los que
estáis trabajados y abrumados,
que Yo os aliviaré.
(Mt. 11, 28)

PUNTO 1

Nuestro amantísimo Salvador, al partir de este mundo después de haber dado cima a la obra de nuestra redención, no quiso dejarnos solos en este valle de lágrimas. “No hay lengua que pueda declarar –decía San Pedro de Alcántara– la grandeza del amor que tiene Jesús a las almas; y así, queriendo este divino Esposo dejar esta vida para que su ausencia no les fuese ocasión de olvido, les dio en recuerdo este Sacramento Santísimo, en el cual Él mismo permanece; y no quiso que entre Él y nosotros hubiera otra prenda para mantener despierta la memoria”.

Este precioso beneficio de nuestro Señor Jesucristo merece todo el amor de nuestros corazones, y por esa causa en estos últimos tiempos dispuso que se instituyese la fiesta de su Sagrado Corazón, como reveló a su sierva Santa Margarita de Alacoque, a fin de que le rindiésemos con nuestros obsequios de amor algún homenaje por su adorable presencia en el altar, y reparásemos, además, los desprecios e injurias que en este Sacramento de la Eucaristía ha recibido y recibe aún de los herejes y malos cristianos.

Se quedo Jesús en el Santísimo Sacramento: primero, para que todos le hallemos sin dificultad; segundo, para darnos audiencia, y tercero, para dispensarnos sus gracias. Y en primer lugar, permanece en tantos diversos altares con el fin de que le hallen siempre cuantos lo deseen.

En aquella noche en que el Redentor se despedía de sus discípulos para morir, lloraban éstos, transidos de dolor, porque les era forzoso separarse de su amado Maestro. Mas Jesús los consoló diciéndoles, no sólo a ellos, sino también a nosotros mismos: “Voy, hijos míos, a morir por vosotros para mostraros el amor que os tengo; pero ni aun después de mi muerte quiero privaros de mi presencia. Mientras estéis en este mundo, con vosotros estaré en el Santísimo Sacramento del Altar. Os dejo mi Cuerpo, mi Alma, mi Divinidad y, en suma, a Mí mismo. No me separaré de vuestro lado”. Estad ciertos de que Yo mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt. 28, 20).

“Quería el Esposo –dice San Pedro de Alcántara– dejar a la Esposa compañía, para que en tan largo apartamiento no quedara sola, y por ello le dejó este Sacramento, en el cual Él mismo reside, que era la mejor compañía que podía darle”.

Los gentiles, que se forjaban tantos dioses, no acertaron a imaginar ninguno tan amoroso como nuestro verdadero Dios, que está tan cerca de nosotros y con tanto amor nos asiste. “No hay otra nación tan grande que tenga a sus dioses tan cerca de ella como el Dios nuestro está presente a todos nosotros” (Dt. 4, 7). La santa Iglesia aplica con razón el anterior texto del Deuteronomio a la fiesta del Santísimo Sacramento.

Ved, pues, a Jesucristo que vive en los altares como encerrado en prisiones de amor. Le toman del Sagrario los sacerdotes para exponerle ante los fieles o para la santa Comunión, y luego le guardan nuevamente. Y el Señor se complace en estar allí de día y de noche...

¿Y para qué, Redentor mío, queréis permanecer en tantas iglesias, aun cuando los hombres cierran las puertas del templo y os dejan solo? ¿No bastaba que habitaseis allí con nosotros en las horas del día?... ¡Ah, no! Quiere el Señor morar en el Sagrario aun en las tinieblas de la noche, y a pesar de que nadie entonces le acompaña, esperando paciente para que al rayar el alba le halle en seguida quien desee estar a su lado.

Iba la Esposa buscando a su Amado, y preguntaba a los que al paso veía (Cant. 3, 3): ¿Visteis por ventura al que ama mi alma? Y no hallándole, alzaba la voz diciendo (Cant. 1, 6): “Esposo mío, ¿dónde estás?... Muéstrame Tú... dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía”. La Esposa no le hallaba porque aún no existía el Santísimo Sacramento; pero ahora, si un alma desea unirse a Jesucristo, en muchos templos está esperándola su Amado.

No hay aldea, por muy pobre que fuere; no hay convento de religiosos que no tenga el Sacramento Santísimo. En todos esos lugares el Rey del Cielo se regocija permaneciendo aprisionado en pobre morada de piedra o de madera, donde a menudo se ve sin tener quien le sirva y apenas iluminado por una lámpara de aceite...

“¡Oh Señor! –exclama San Bernardo–, no conviene esto a vuestra infinita Majestad...” “Nada importa –responde Jesucristo–; si no a mi Majestad, conviene a mi amor”.

¡Oh, con qué tiernos afectos visitan los peregrinos la santa iglesia de Loreto, o los lugares de Tierra Santa, el establo de Belén, el Calvario, el Santo Sepulcro, donde Cristo nació, murió y fue sepultado!... Pues ¡cuánto más grande debiera ser nuestro amor al vernos en el templo en presencia del mismo Jesucristo, que está en el Santísimo Sacramento! Decía el Beato P. Juan de Ávila que no había para él santuario de mayor devoción y consuelo que una iglesia en que estuviese Jesús Sacramentado.

Y el P. Baltasar Álvarez se lamentaba al ver llenos de gente los palacios reales, y los templos, donde Cristo mora, solos y abandonados... ¡Oh Dios mío! Si el Señor no estuviese más que en una iglesia, la de San Pedro de Roma, por ejemplo, y allí se dejase ver únicamente en un día del año, ¡cuántos peregrinos, cuántos nobles y monarcas procurarían tener la dicha de estar en aquel templo en ese día para reverenciar al Rey del Cielo, de nuevo descendido a la tierra! ¡Qué rico sagrario de oro y piedras preciosas se le tendría preparado! ¡Con cuánta luz se iluminaría la iglesia para solemnizar la presencia de Cristo!...

“Mas no –dice el Redentor–, no quiero morar en un solo templo, ni por un día solo, ni busco ostentación ni riquezas, sino que deseo vivir continua, diariamente, allí donde mis fieles estén, para que todos me encuentren fácilmente, siempre y a todas horas”.

¡Ah! Si Jesucristo no hubiese pensado en este inefable obsequio de amor, ¿quién hubiera sido capaz de discurrirlo? Si al acercarse la hora de su ascensión al Cielo le hubiesen dicho: Señor, para mostrarnos vuestro afecto, quedaos con nosotros en los altares bajo las especies de pan, con el fin de que os hallemos cuando queramos, ¡cuán temeraria hubiera parecido tal petición!

Mas esto, que ningún hombre supiera imaginar, lo pensó e hizo nuestro Salvador amantísimo... ¿Y dónde está, Señor, nuestra gratitud por tan excelsa merced? ... Si un poderoso príncipe llegase de lejana tierra con el único fin de que un villano le visitase, ¿no sería éste en extremo ingrato si no quisiera ver al príncipe, o sólo de paso le viera?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús, Redentor mío y amor de mi alma! ¡A cuán alto precio pagasteis vuestra morada en la Eucaristía! Sufristeis primero dolorosa muerte, antes de vivir en nuestros altares, y luego innumerables injurias en el sacramento por asistirnos y regalarnos con vuestra real presencia. Y, en cambio, nosotros nos descuidamos y olvidamos de ir a visitaros, aunque sabemos que os complace nuestra visita y que nos colmáis de bienes cuando ante Vos permanecemos. Perdonadme, Señor, que yo también me cuento en el número de esos ingratos...

Mas desde ahora, Jesús mío, os visitaré a menudo, me detendré cuanto pueda en vuestra presencia para daros gracias, amaros, y pediros mercedes, que tal es el fin que os movió a quedaros en la tierra, acogido a los sagrarios y prisionero nuestro por amor. Os amo, Bondad infinita; os amo, amantísimo Dios; os amo, Sumo Bien, más amable que los bienes todos.

Haced que me olvide de mí mismo y de todas las cosas, y que sólo de vuestro amor me acuerde, para vivir el resto de mis días únicamente ocupado en serviros. Haced que desde hoy sea mi delicia mayor permanecer postrado a vuestros pies, e inflamadme en vuestro santo amor...

¡María, Madre nuestra, alcanzadme gran amor al Santísimo Sacramento, y cuando veáis que me olvido, recordadme la promesa que ahora hago de visitarle diariamente!



PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, cómo Jesucristo en la Eucaristía a todos nos da audiencia. Decía Santa Teresa que no a todos los hombres les es dado hablar con los reyes de este mundo. La gente pobre apenas si logra, cuando lo necesita, comunicarse con el soberano por medio de tercera persona. Pero el Rey de la gloria no ha menester de intermediarios.

Todos, nobles o plebeyos, pueden hablarle cara a cara en el Santísimo Sacramento. No en vano se llama Jesús a Sí mismo “flor de los campos” (Cant. 2, 1): Yo soy flor del campo y lirio de los valles; pues así como las flores de jardín están y viven reservadas y ocultas para muchos, las del campo se ofrecen generosas a la vista de todos. Soy flor del campo porque me dejo ver de cuantos me buscan, dice, comentando el texto, el cardenal Hugo.

Con Jesucristo en el Santísimo Sacramento podemos hablar todos en cualquier hora del día. San Pedro Crisólogo, tratando del nacimiento de Cristo en el portal de Belén, observa que no siempre los reyes dan audiencia a los súbditos; antes acaece a menudo que cuando alguno quiere hablar con el soberano, se le despide diciéndole que no es hora de audiencia y que vuelva después. Mas el Redentor quiso nacer en un establo abierto, sin puerta ni guardia, a fin de recibir en cualquier instante al que quiere verle. No hay sirvientes que digan: aún no es hora.

Lo mismo sucede con el Santísimo Sacramento. Abiertas están las puertas de la iglesia, y a todos nos es dado hablar con el Rey del Cielo siempre que nos plazca. Y Jesucristo se complace en que le hablemos allí con ilimitada confianza, para lo cual se oculta bajo las especies de pan, porque si Cristo apareciese sobre el altar en resplandeciente trono de gloria, como ha de presentársenos en el día del juicio final, ¿quién osaría acercarse a Él?

Mas porque el Señor –dice Santa Teresa– desea que le hablemos y pidamos mercedes con suma confianza y sin temor alguno, encubrió su Majestad divina con las especies de pan. Quiere, según dice Tomás de Kempis, que le tratemos como se trata a un fraternal amigo.

Cuando el alma tiene al pie del altar amorosos coloquios con Cristo, parece que el Señor le dice aquellas palabras del Cantar de los Cantares (2, 10): “Levántate, apresúrate, amiga mía, hermosa mía, y ven”. Surge, levántate, alma, le dice, y nada temas. Próspera, apresúrate, acércate a Mí. Amiga mía, ya no eres mi enemiga, ni lo serás mientras me ames y te arrepientas de haberme ofendido. Formosa mea, no eres ya deforme, sino bella, porque mi gracia te ha hermoseado. Et veni, ven y pídeme lo que desees, que para oírte estoy en este altar...

Qué gozo tendrías, lector amado, si el rey te llamase a su alcázar y te dijese: ¿Qué deseas, qué necesitas? Te aprecio en mucho, y sólo deseo favorecerte... Pues eso mismo dice Cristo, Rey del Cielo, a todos los que le visitan (Mt. 11, 28): Venid a Mí todos los que estáis trabajados y abrumados, que Yo os aliviaré. Venid, pobres, enfermos, afligidos, que yo puedo y quiero enriqueceros, sanaros y consolaros, pues con este fin resido en el altar (Is. 58, 9).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Puesto que residís en los altares, ¡oh Jesús mío!, para oír las súplicas que os dirigen los desventurados que recurren a Vos, oíd, Señor, lo que os ruega este pecador miserable...

¡Oh Cordero de Dios, sacrificado y muerto en la cruz! Mi alma fue redimida con vuestra Sangre; perdonadme las ofensas que os he hecho, y socorredme con vuestra gracia para que no vuelva a perderos jamás. Hacedme partícipe, Jesús mío, de aquel dolor profundo de los pecados que tuviste en el huerto de Getsemaní...

¡Oh Dios, si yo hubiese muerto en pecado, no podría amaros nunca; mas vuestra clemencia me esperó a fin de que os amase! Gracias os doy por ese tiempo que me habéis concedido, y puesto que me es dado amaros, os consagro mi amor. Otorgadme la gracia de vuestro amor divino en tal manera, que de todo me olvide y me ocupe no más que en servir y complacer a vuestro sagrado Corazón.

¡Oh Jesús mío! Me dedicasteis a mí vuestra vida entera; concededme que a Vos consagre el resto de la mía. Atraedme a vuestro amor, y hacedme vuestro del todo antes que llegue la hora de mi muerte. Así lo espero por los méritos de vuestra sagrada Pasión, y también, ¡oh María Santísima!, por vuestra intercesión poderosa. Bien sabéis que os amo; tened misericordia de mí.



PUNTO 3

Jesús, en el Santísimo Sacramento, a todos nos oye y recibe para comunicarnos su gracia, pues más desea el Señor favorecernos con sus dones que nosotros recibirlos. Dios, que es la infinita Bondad, generosa y difusiva por su propia naturaleza, se complace en comunicar sus bienes a todo el mundo y se lamenta si las almas no acuden a pedirle mercedes. ¿Por qué, dice el Señor, no venís a Mí? ¿Acaso he sido para vosotros como tierra tardía o estéril cuando me habéis pedido beneficios?...

Vio el Apóstol san Juan (Ap. 1, 13) que el pecho del Señor resplandecía ceñido y adornado con una cinta de oro, símbolo de la misericordia de Cristo y de la amorosa solicitud con que desea dispensaros su gracia.

Siempre está el Señor pronto a auxiliarnos; pero en el Santísimo Sacramento, como afirma el discípulo, concede y reparte especialmente abundantísimos dones. El Beato Enrique Susón decía que Jesús en la Eucaristía atiende con mayor complacencia nuestras peticiones y súplicas.

Así como algunas madres hallan consuelo y alivio dando el pecho generosamente, no sólo a su propio hijo, sino también a otros pequeñuelos, el Señor en este Sacramento a todos nos invita y nos dice (Is. 66, 13): Como la madre acaricia a su hijo, así Yo os consolaré. Al Padre Baltasar Álvarez se le apareció visiblemente Cristo en el Santísimo Sacramento, mostrándole las innumerables gracias que tenía dispuestas para darlas a los hombres; mas no había quien se las pidiese.

¡Bienaventurada el alma que al pie del altar se detiene para solicitar la gracia del Señor! La condesa de Feria, que fue después religiosa de Santa Clara, permanecía ante el Santísimo Sacramento todo el tiempo de que podía disponer, por lo cual la llamaban la esposa del Sacramento, y allí recibía continuamente tesoros de riquísimos bienes.

Le preguntaron una vez qué hacía tantas horas postrada ante el Señor Sacramentado, y ella respondió: “Me estaría allí por toda la eternidad... Preguntáis qué se hace en presencia del Santísimo sacramento... ¿Y qué es lo que se deja de hacer? ¿Qué hace un pobre en presencia de un rico? ¿Qué un enfermo ante el médico?... Se dan gracias, se ama y se ruega”.

Se lamentaba el Señor con su amada sierva Santa Margarita de Alacoque de la ingratitud con que los hombres le trataban en este Sacramento de amor; y mostrándole su sagrado Corazón en trono de llamas circundado de espinas y con la cruz en lo alto, para dar a entender la amorosa presencia del mismo Cristo en la Eucaristía, le dijo: “Mira este Corazón, que tanto ha amado a los hombres, y que nada ha omitido, ni aun el anonadarse, para demostrarles su amor; pero en reconocimiento no recibo más que ingratitudes de la mayor parte de ellos, por las irreverencias y desprecios con que me tratan en este Sacramento. Y lo que más deploro es que así lo hacen no pocas almas que me están especialmente consagradas”.

No van los hombres a conversar con Cristo porque no le aman. ¡Se recrean largas horas hablando con un amigo y les causa tedio estar breve rato con el Señor! ¿Cómo ha de concederles Jesucristo su amor? Si antes no arrojan del corazón los afectos terrenos, ¿cómo ha de entrar allí el amor divino? ¡Ah! Si pudierais verdaderamente decir de corazón lo que decía San Felipe Neri al ver el Santísimo Sacramento: He aquí mi amor, no os cansaría nunca estar horas y días ante Jesús Sacramentado.

A un alma enamorada de Dios, esas horas le parecen minutos. San Francisco Javier, fatigado por el diario trabajo de ocuparse en la salvación de las almas, hallaba de noche regaladísimo descanso en permanecer ante el Santísimo Sacramento.

San Juan Francisco de Regis, famoso misionero de Francia, después de haber invertido todo el día en la predicación, acudía a la iglesia, y cuando la veía cerrada, se quedaba a la puerta, sufriendo las inclemencias del tiempo con tal de obsequiar, siquiera de lejos, a su amado Señor.

San Luis Gonzaga deseaba estar siempre en presencia de Jesús Sacramentado; mas como los Superiores le prohibieron que se estuviese en esos prolongados actos de adoración, acaecía que cuando el joven pasaba delante del altar, sintiendo que Jesús le atraía dulcemente para que con Él permaneciese, se alejaba obligado por la obediencia, y amorosamente decía: “Apártate, Señor, apártate de mí; no me mováis hacia Vos; dejad que de Vos me separe, porque debo obedecer”.

Pues si tú, hermano mío, no sientes tan alto amor a Cristo, procura visitarle diariamente, que Él sabrá inflamar tu corazón. ¿Tienes frialdad o tibieza? Aproxímate al fuego, como decía Santa Catalina de Sena, y ¡dichoso de ti si Jesús te concede la gracia de abrasarte en su amor! Entonces no amarás las cosas de la tierra, sino que las menospreciarás todas, pues, según observa San Francisco de Sales: Cuando en casa hay fuego, todo lo arrojamos por la ventana.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío!, haced que os conozcamos y amemos. Tan amable sois, que con eso basta para que os amen los hombres... ¿Y cómo son tan pocos los que os entregan su amor? ¡Oh Señor!, entre tales ingratos he estado yo también. No negué mi gratitud a las criaturas, de quienes recibí mercedes o favores. Sólo para Vos, que os habéis dado a mí, fui tan desagradecido, que llegué a ofenderos gravemente e injuriaros a menudo con mis culpas.

Y Vos, Señor, en vez de abandonarme, me buscáis todavía y reclamáis mi amor, inspirándome el recuerdo de aquel amoroso mandato (Mc. 12, 30): Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Pues ya que, a pesar de mi desagradecimiento, queréis que yo os ame, prometo amaros, Dios mío. Así lo deseáis, y yo, favorecido por vuestra gracia, no deseo otra cosa. Os amo, amor mío, y mi todo. Por la Sangre que derramasteis por mí, ayudadme y socorredme. En ella pongo toda mi esperanza, y en la intercesión de vuestra Madre Santísima, cuyas oraciones queréis que contribuyan a nuestra salvación.


Rogad por mí, Santa Virgen María, a Jesucristo, mi Señor; y puesto que Vos abrasáis en el amor divino a todos vuestros amantes siervos, inflamad en él mi corazón, que tanto os ama siempre.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE 
San Alfonso Mª de Ligorio