miércoles, 10 de abril de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (I)



CAPÍTULO PRIMERO 

De la excelencia de la virtud de la humildad, 
y de la necesidad que de ella tenemos. 

Aprended de Mí, dice Jesucristo nuestro Redentor (Mt 11, 29), que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras ánimas. El bienaventurado San Agustín dice: Toda la vida de Cristo en la tierra fue una enseñanza nuestra, y Él fue de todas las virtudes maestro; pero especialmente de la humildad: ésta quiso particularmente que aprendiésemos de Él. Lo cual bastaba para entender que debe ser grande la excelencia de esta virtud y grande la necesidad que de ella tenemos, pues el Hijo de Dios bajó del Cielo a la tierra a enseñárnosla, y quiso ser particular maestro de ella no sólo por palabra, sino muy más principalmente con la obra; porque toda su vida fue un ejemplo y dechado vivo de humildad. El glorioso San Basilio va discurriendo por toda la vida de Cristo, desde su nacimiento, mostrando y ponderando cómo todas sus obras nos enseñan particularmente esta virtud, Quiso, dice, nacer de madre pobre, en un pobre portal y en un pesebre, y ser envuelto en unos pobres pañales; quiso ser circuncidado como pecador, huir a Egipto como flaco, y ser bautizado entre pecadores y publicanos como uno de ellos; después, en el discurso de su vida, se le quiere honrar y levantar por rey, y se esconde; y cuando le quieren afrentar y deshonrar, entonces se ofrece; le ensalzan los hombres, aun los endemoniados, les manda que calle; y cuando le escarnecen diciéndole injurias, no habla palabra; y al fin de su vida, para dejarnos más encomendada esta virtud, como en testamento y última voluntad, lo confirmó con aquel tan maravilloso ejemplo de lavar los pies a sus discípulos, y con aquella muerte tan afrentosa de la cruz. 

Dice San Bernardo: Se abajó y apocó el Hijo de Dios, tomando nuestra naturaleza humana, y toda su vida quiso que fuese un dechado de humildad, para enseñarnos por obra lo que nos había de enseñar por palabra. ¡Maravillosa manera de enseñar! ¿Para qué, Señor, tan grande majestad tan humillada? Para que ya, de aquí adelante, no haya hombre que se atreva a ensoberbecer y engrandecer sobre la tierra (Sal 10, 18). Siempre fue locura y atrevimiento ensoberbecerse el hombre; sin embargo, particularmente después que la Majestad de Dios se abatió y humilló, dice el Santo, es intolerable desvergüenza y descomedimiento grande que el gusanillo del hombre quiera ser tenido y estimado. El Hijo de Dios, igual al Padre, toma forma de siervo, y quiere ser humillado y deshonrado; ¡y yo, polvo y ceniza, quiero ser tenido y estimado! 

Con mucha razón dice el Redentor del mundo que Él es maestro de esta virtud, y que de Él la hemos de aprender; porque esta virtud de humildad no la supo enseñar Platón, ni Sócrates, ni Aristóteles. Tratando de otras virtudes los filósofos gentiles, de la fortaleza, de la templanza, de la justicia, tan lejos estaban de ser humildes, que en aquellas mismas obras y en todas sus virtudes pretendían ser estimados y dejar memoria de sí. Bien había un Diógenes y otros tales que se mostraban despreciadores del mundo y de sí mismos en vestidos viles, en pobreza, en abstinencia; pero en eso mismo tenían una gran soberbia, y querían por aquel camino ser mirados y estimados, y menospreciaban a los otros, como prudentemente se lo notó Platón a Diógenes. Convidando un día Platón a ciertos filósofos, y entre ellos a Diógenes, tenía muy bien aderezada su casa, y puestas sus alfombras y mucho aparato, como para tales convidados convenía. Diógenes, en entrando, comienza con sus pies sucios a hollar aquellas alfombras. Le dice Platón: «¿Qué haces?» «Estoy, dice, hollando y acoceando el fausto y soberbia de Platón.» Le respondió muy bien Platón [Lo huellas, mas con otro fausto], notando en él más soberbia en hollar sus alfombras que la que él tenía en tenerlas. No alcanzaron los filósofos el verdadero menosprecio de sí mismos, en que consiste la humildad cristiana; ni aun por el nombre conocieron esta virtud de la humildad: es esta propia virtud nuestra, enviada por Cristo. 

Y pondera San Agustín, que por aquí comenzó aquel soberano sermón del Monte (Mt 5, 3): Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos. Por los pobres de espíritu dicen San Agustín, San Jerónimo, San Gregorio y otros Santos, que se entienden los humildes. Por aquí comienza el Redentor del mundo su predicación: con esto media; con esto acaba, esto nos enseña toda su vida, esto quiere que aprendamos de Él. Dice San Agustín: no dijo aprended de Mí a fabricar los Cielos y la tierra; aprended de Mí a hacer maravillas y milagros, a sanar enfermos, echar demonios y resucitar muertos; sino aprended de mí a ser mansos y humildes de corazón. Mejor es el humilde que sirve a Dios que el que hace milagros. Éste es el camino llano y seguro, eso otro está lleno de tropiezos y peligros. 

La necesidad que tenemos de esta virtud de la humildad es tan grande, que sin ella no hay dar paso en la vida espiritual. Dice el glorioso Agustino: Es menester que todas las obras vayan muy guarnecidas y acompañadas de humildad, al principio, al medio y al fin; porque si tanto nos descuidamos y dejamos entrar la complacencia vana, todo se lo llevará el viento de la soberbia. Y poco nos aprovechara que la obra sea muy buena de suyo, antes ahí hemos de temer más el vicio de la soberbia y vanagloria, porque los demás vicios son acerca de pecados y cosas malas, la envidia, la ira, la lujuria; y así consigo se traen su sobrescrito, para que nos guardemos de ellos; pero la soberbia anda tras las buenas obras para destruirlas. Iba el hombre navegando prósperamente, puesto su corazón en el Cielo, porque había enderezado al principio lo que hacía a Dios, y de repente viene un viento de vanidad y da con él en una roca, deseando agradar a los hombres y ser tenido y estimado de ellos, o tomando algún vano contentamiento, con que todo se hundió. Y así dicen muy bien San Gregorio y San Bernardo: El que quiere allegar virtudes sin humildad, es como «el que lleva un poco de polvo o ceniza en contrario del viento», «que todo se derrama, todo se lo lleva el viento».


EJERCICIO DE PERFECCIÓN VIRTUDES CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez, S.J.