jueves, 27 de diciembre de 2012

DEL NÚMERO DE LOS PECADOS


Por cuanto la sentencia no es proferida
luego contra los malos, los hijos de los
hombres cometen males sin temor alguno.
Ecl. 8, 2
.

PUNTO 1

Si Dios castigase inmediatamente a quien le ofendiese, no se viera, sin duda, tan ultrajado como se ve. Mas porque el Señor no suele castigar en seguida, sino que espera benignamente, los pecadores cobran ánimos para ofenderle más.

Preciso es que entendamos que Dios espera y es pacientísimo, mas no para siempre; y que es opinión de muchos Santos Padres (de San Basilio, San Jerónimo, San Ambrosio, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Agustín y otros) que, así como Dios tiene determinado para cada hombre el número de días que ha de vivir y los dones de salud y de talento que ha de otorgarle (Sb. 11, 21), así también tiene contado y fijo el número de pecados que le ha de perdonar. Y completo ese número, no perdona más, dice San Agustín. Lo mismo, afirman Eusebio de Cesarea (lib. 7, cap. 3) y los otros Padres antes nombrados.

Y no hablaron sin fundamento estos Padres, sino basados en la divina Escritura. Dice el Señor en uno de sus textos (Gn. 15, 16), que dilataba la ruina de los amorreos porque aún no estaba completo el número de sus culpas. En otro lugar dice (Os. 1, 6): “No tendré en lo sucesivo misericordia de Israel. Me han tentado ya por diez veces. No verán la tierra” (Nm. 14, 22-23). Y en el libro de Job se lee: “Tienes selladas como en un saquito mis culpas” (Jb. 14, 17).

Los pecadores no llevan cuenta de sus delitos, pero Dios sabe llevarla para castigar cuando está ya granada la mies, es decir, cuando está completo el número de pecados” (Jl. 3, 13). En otro pasaje leemos (Ecl. 5, 5): “Del pecado perdonado no quieras estar sin miedo, ni añadas pecado sobre pecado”.

O sea: preciso es, pecador, que tiembles aun de los pecados que ya te perdoné; porque si añadieres otro, podrá ser que éste con aquéllos completen el número, y entonces no habrá misericordia para ti. Y, más claramente, en otra parte, dice la Escritura (2Mac. 6, 14): “El Señor sufre con paciencia (a las naciones) para castigarlas en el colmo de los pecados, cuando viniere el día del juicio”. De suerte que Dios espera el día en que se colme la medida de los pecados, y después castiga.

De tales castigos hallamos en la Escritura muchos ejemplos, especialmente el de Saúl, que, por haber reincidido en desobedecer al Señor, le abandonó Dios de tal modo, que cuando Saúl, rogando a Samuel que por él intercediese, le decía (1S, 15, 25): “Ruégote que sobrelleves mi pecado y vuélvete conmigo para que adore al Señor”. Samuel le respondió (1S. 15, 26): “No volveré contigo, por cuanto has desechado la palabra del Señor, y el Señor te ha desechado a ti”.

Tenemos también el ejemplo del rey Baltasar, que hallándose en un festín profanando los vasos del Templo, vio una mano que escribía en la pared: Mane, Thecel, Phares.

Llegó el profeta Daniel y explicó así tales palabras (Dn. 5, 27): “Has sido pesado en la balanza y has sido hallado falto”, dándole a entender que el peso de sus pecados había inclinado hacia el castigo la balanza de la divina justicia; y, en efecto, Baltasar fue muerto aquella misma noche (Dn. 5, 30).

¡Y a cuántos desdichados sucede lo propio! Viven largos años en pecado; mas apenas se completa el número, los arrebata la muerte y van a los infiernos (Jb. 21, 13). Procuran investigar algunos el número de estrellas que existen, el número de ángeles del Cielo, y de los años de vida de los hombres; mas ¿quién puede indagar el número de pecados que Dios querrá perdonarles?...

Tengamos, pues, saludable temor. ¿Quién sabe, hermano mío, si después del primer ilícito deleite, o del primer mal pensamiento consentido, o nuevo pecado en que incurrieres, Dios te perdonará más?

PUNTO 2

Dirá tal vez el pecador que Dios es Dios de misericordia... ¿Quién lo niega?... La misericordia del Señor es infinita; mas a pesar de ella, ¿cuántas almas se condenan cada día? Dios cura al que tiene buena voluntad (Is. 61, 1). Perdona los pecados, mas no puede perdonar la voluntad de pecar... Replicará el pecador que aún es harto joven... ¿Eres joven?... Dios no cuenta los años, cuenta las culpas.

Y esta medida de pecados no es igual para todos. A uno perdona Dios cien pecados; a otro mil; otro, al segundo pecado se verá en el infierno. ¡Y a cuántos condenó en el primer pecado!

Refiere San Gregorio que un niño de cinco años, por haber dicho una blasfemia, fue enviado al infierno. Y según la Virgen Santísima reveló a la bienaventurada Benedicta de Florencia, una niña de doce años por su primer pecado fue condenada. Otro niño de ocho años de edad también en el primer pecado murió y se condenó.

En el Evangelio de San Mateo (21, 19) leemos que el Señor, la vez primera que halló a la higuera sin fruto, la maldijo, y el árbol quedó seco. En otro lugar dijo el Señor (Am. 1, 3): “Por tres maldades de Damasco, y por la cuarta no la convertiré” (no revocaré los castigos que le tengo decretados).

Algún temerario querrá quizá pedir cuenta de por qué Dios perdona a tal pecador tres culpas y no cuatro. Aquí es preciso adorar a los inefables juicios de Dios y decir con el Apóstol (Ro. 11, 33): “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!” Y con San Agustín: “Él sabe a quién ha de perdonar y a quién no. A los que se concede misericordia, gratuitamente se les concede, y a los que se les niega, con justicia les es negada”.

Replicará el alma obstinada que, como tantas veces ha ofendido a Dios y Dios la ha perdonado, espera que aún le perdonara un nuevo pecado... Mas porque Dios no la ha castigado hasta ahora, ¿ha de proceder siempre así? Se llenará la medida y vendrá el castigo.

Cuando Sansón continuaba enamorado de Dalila, esperaba librarse de los filisteos, como ya le había una vez acaecido (Judc. 16); pero en aquella última ocasión fue preso y perdió la vida. “No digas –exclamaba el Señor (Ecl. 5, 4)– pequé, ¿y qué adversidad me ha sobrevenido?... Porque el Altísimo, aunque sufrido, da lo que merecemos”; o lo que es lo mismo: que llegará un día en que todo lo pagaremos, y cuanto mayor hubiera sido la misericordia, tanto más grave será la pena.

Dice San Juan Crisóstomo que más de temer es el que Dios sufra obstinado, que el pronto e inmediato castigo. Porque, como escribe San Gregorio, todos aquellos a quienes Dios espera con más paciencia, son después, si perseveran en su ingratitud más rigurosamente castigados; y a menudo acontece, añade el Santo, que los que fueron mucho tiempo tolerados por Dios, mueren de repente sin tiempo de convertirse.

Especialmente, cuanto mayores sean las luces que Dios te haya dado, tanto mayores serán tu ceguera y obstinación en el pecado, si no hicieres a tiempo penitencia. “Porque mejor les era –dice San Pedro (II, P. 2, 21)– no haber conocido el camino de la justicia, que después del conocimiento volver las espaldas”. Y San Pablo dice (He. 6, 4) que es (moralmente) imposible que un alma ilustrada con celestes luces si reincide en pecar, se convierta de nuevo.

Terribles son las palabras del Señor contra los que no quieren oír su llamamiento: “Porque os llamé y dijisteis que no... Yo también me reiré en vuestra muerte y os escarneceré” (Pr. 1, 24-26).

Nótese que las palabras yo también significan que, así como el pecador se ha burlado de Dios confesándose, formando propósitos y no cumpliéndolos nunca, así el Señor se burlará de él en la hora de la muerte.

El Sabio dice además (Pr. 26, 11): “Como perro que vuelve a su vómito, así el imprudente que repite su necedad”. Dionisio el Cartujo desenvuelve este pensamiento, y dice que tan abominable y asqueroso como el perro que devora lo que arrojó de sí, se hace odioso a Dios el pecador que vuelve a cometer los pecados de que se arrepintió en el sacramento de la Penitencia.

PUNTO 3

“Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a pecar otra vez; mas ruega por las culpas antiguas, que te sean perdonadas” (Ecl. 21, 1). Ve lo que te advierte, ¡oh cristiano!, Nuestro Señor, porque desea salvarte. “No me ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante perdón de tus pecados”.

Y cuando más hubieres ofendido a Dios, hermano mío, tanto más debes temer la reincidencia en ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que cometieres hará caer la balanza de la divina justicia, y serás condenado. No digo absolutamente, porque no lo sé, que no haya perdón para ti si cometes otro pecado; pero afirmo que eso puede muy bien acaecer.

De suerte que, cuando sintieres la tentación, debes decirte: ¿Quién sabe si Dios no me perdonará más y me condenaré? Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si creyeras ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras fundadamente que en un camino estaban apostados tus enemigos para matarte, ¿pasarías por allí pudiendo utilizar otra más segura vía? Pues, ¿qué certidumbre ni qué probabilidad puedes tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O que si nuevamente pecares, ¿no te hará Dios morir en el acto mismo del pecado, o te abandonará después?

¡Oh Dios, qué ceguedad! Al comprar una casa, tomas prudentemente las necesarias precauciones para no perder tu dinero. Si vas a usar de alguna medicina, procurarás estar seguro de que no te puede dañar. Al cruzar un río, cuidas de no caer en él.

Y luego, por un vil placer, por un deleite brutal, arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya me confesaré de eso. Mas yo pregunto: ¿Y cuándo te confesarás? –El domingo– –¿Y quién te asegura que vivirás el domingo? –Mañana mismo. –¿Y cómo con tal certeza tratas de confesarte mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una hora más de vida?

“¿Tienes un día –dice San Agustín– cuando no tienes una hora?” Dios –sigue diciendo el Santo– promete perdonar al que se arrepiente, mas no promete el día de mañana al que le ha ofendido. Si ahora pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer penitencia, o tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de ti eternamente? Y, sin embargo, por un mísero placer pierdes tu alma y la pones en peligro de quedar perdida por toda la eternidad. ¿Arriesgarías mil ducados por esa vil satisfacción? Digo más: ¿lo darías todo, hacienda, casa, poder, libertad y vida, por un breve gusto ilícito? Seguramente, no. Y con todo, por ese mismo deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para ti a Dios, el alma y la gloria.

Dime, pues: estas cosas que señala la fe, ¿son altísimas verdades o no es más que pura fábula el que haya gloria, infierno y eternidad? ¿Crees que si la muerte te sorprende en pecado estarás para siempre perdido?... ¡Qué temeridad, qué locura condenarte tú mismo a perdurables penas con la vana esperanza de remediarlo luego! “Nadie quiere enfermar con la esperanza de curarse, dice San Agustín. ¿No tendríamos por loco a quien bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me salvaré? ¿Y tú quieres la condenación a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas librarte de ella?...

¡Oh locura terrible, que tantas almas ha llevado y lleva al infierno, según la amenaza del Señor! “Pecaste confiando temerariamente en la divina misericordia; de improviso, vendrá el castigo sobre ti, sin que sepas de dónde viene” (Is. 47, 10-11).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, Señor, a uno de esos locos que tantas veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la esperanza de recuperarla después. Y si me hubieseis enviado la muerte en aquel instante en que pequé, ¿qué hubiera sido de mí?... Agradezco con todo mi corazón vuestra clemencia en esperarme y en darme a conocer mi locura. Conozco que deseáis salvarme, y yo me quiero salvar.

Duélome, ¡oh Bondad infinita!, de haberme tantas veces apartado de Vos. Os amo fervorosamente, y espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia. Perdonadme, Señor, y acogedme en vuestra gracia, que no quiero separarme de Vos. In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum.

Así espero, Redentor mío, no sufrir ya la desdicha y confusión de verme otra vez privado de vuestro amor y gracia. Concededme la santa perseverancia, y haced que siempre os la pida, especialmente en las tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre, o el de vuestra Santísima Madre; “¡Jesús mío, ayudadme!... ¡María, Madre nuestra, amparadme!...”

Sí, Reina y Señora mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si persiste la tentación, haced, Madre mía, que persista yo en invocaros.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE 
San Alfonso Mª de Ligorio