martes, 28 de julio de 2009

LA MISA DEL PADRE PÍO

Según el Hermano Narsi Decoste en “El Padre Pío”


Tomado de Semper Fidelis.

«No se venía a San Giovanni para ver una clínica ultramoderna o para escuchar narraciones de conversiones o de curaciones espectaculares. La mayoría de los peregrinos disponían de un día, a veces de una mañana: venían a asistir a la misa del Padre Pío. Esto es muy notable cuando se sabe que llegaban a veces de muy lejos, frecuente de América.
Naturalmente, algunos aprovechaban de una estancia en Italia, Roma, Nápoles o en otra parte, para hacer un salto hasta San Giovanni; muchos repartían el mismo día. Habían venido únicamente para esto.

Desde las dos o tres horas de la mañana, los pesados autobuses descargaban delante del convento a sus ocupantes, sorprendidos de ver ya la plaza de la iglesia negra de mundo. Se esperaba pacientemente la apertura de las puertas para entrar; esperando, se rezaba el rosario.

Para el incrédulo que venia simplemente como curioso, la misa del Padre Pío era tal vez una ceremonia como todas las otras; pero, para el creyente, era de un valor infinito por la presencia real del Señor que el celebrante llama infaliblemente sobre el altar por las palabras consagratorias. La misa siempre y en todas partes tiene el mismo valor, allí donde es celebrada válidamente: ¿Por qué querer asistir a la del Padre Pío? Indudablemente porque este capuchino hacía tangible la misteriosa y sin embargo real presencia.

Se comprende, por lo tanto, que nada puede ser añadido a su grandeza, a su valor, a su significación, que es únicamente limitada par la impenetrable voluntad de Dios.

Cuando el Padre Pío celebraba la misa, daba la impresión de una tan íntima, como intensa y completa unión con Aquel que se ofrecía al Padre Eterno, como víctima de expiación por los pecados de los hombres.

Desde que él estaba al pie del altar, el rostro del celebrante se transfiguraba.
No se encontraba allí solamente como sacerdote para el Sacrificio, sino como el hombre de Dios para dar testimonio de su existencia, como sacerdote que portaba él mismo las cinco llagas sangrantes de la crucifixión sobre el cuerpo. El Padre Pío poseía le don de hacer rezar a los otros. Se vivía la misa. Se era fascinado. Puedo decir, que solamente en San Giovanni, comprendí el divino Sacrificio.

Esta misa duraba largo tiempo; sin embargo, al seguirla en su larga celebración, se perdía toda noción de tiempo y de lugar. La primera vez que asistí a ella, lamenté que se terminara. ¡Con estupor, me di cuenta que había durado más de dos horas!

Toda la vida del Padre Pío estaba centrada sobre el Santo Sacrificio de la misa que, decía él, día tras día, salva al mundo de su perdición. Brunatto, que asistía generalmente al Padre y tuvo la alegría de acolitarle, testimonió que, durante los años de su aislamiento, la celebración duraba hasta siete horas. Más tarde, fue limitada por la obediencia y duraba alrededor de una hora.

Sí, verdaderamente, esta misa del Padre Pío era un acontecimiento inolvidable y se tenía razón de querer y asistir al menos una sola vez.

Cuando salía de la sacristía, el Padre era generalmente sostenido por dos cohermanos, pues sus pies traspasados le hacían sufrir atrozmente. De un paso pesado, arrastrando los pies, incierto, vacilante, avanzaba hacia el altar. Además de los estigmas, pasaba aún toda la noche en oración; lo que fue así por medio siglo.

Se le hubiera creído aplastado bajo el peso des pecados del mundo. Ofrecía todas las intenciones, los pedidos, las súplicas, que le habían sido confiadas por escrito u oralmente, del universo entero. Portaba, además, todas les aflicciones, los sufrimientos, las angustias por las cuales se venía a él y de las que se había cargado. Es por esto que el Ofrecimiento de esta misa era tan largo y tan impresionante.

Hacía todo para desviar la atención de él. Evitaba todo lo que podía ser espectacular en su porte, su expresión, sus gestos, en su manera de rezar y de callarse; y sin embargo, su porte, su modo de rezar, su silencio, y sobre todo las largas pausas, en toda su simplicidad, eran verdaderamente dramáticas.

Cuando, recogido en el silencio de una multitud íntimamente unida a él, el Padre Pío tomaba la patena en sus manos sangrantes y la ofrecía al Padre Todo Poderoso, ella pesaba con el peso enorme ese montón de buenas obras, de sufrimientos y de buenas intenciones. Este pan que iba luego a tomar vida, cambiado en Aquel que, sólo, realmente, era capaz de pagar completamente la deuda de los pecados de los hombres.

En esta celebración no eran remarcables solamente las principales partes de la misa. El Padre Pío celebraba toda la misa con la misma atención sostenida, visiblemente consciente de la profunda significación de cada palabra, de cada gesto litúrgico.
Lo que pasaba entre Dios y él permanece un misterio, pero se podría adivinar alguna cosa en ciertos silencios, en ciertas pausas más largas; los trazos de su cara traducían a veces su intensa participación en el Drama que él vivía. Con los ojos cerrados, estaba frecuentemente en conversación con Dios, o transportado en éxtasis en la contemplación.

Sólo, un ángel sería capaz de describir dignamente esta misa. Las llagas permanentes de su cuerpo no eran sino los signos visibles del martirio interior que padecía con el «divino Crucificado». Por esto, la atención de la asamblea estaba fija en el punto culminante del Santo Sacrificio: la Consagración.

En efecto, se detenía un instante como para concentrarse. Parecía desencadenarse una lucha entre él, que tenía en sus manos la hostia inmaculada y, Dios sabe, que fuerza obscura e invisible que, sobre sus labios, retenía las palabras consagratorias cargadas de fuerza creadora.

Ciertos días, la misa era para él, a partir del Sanctus, un verdadero martirio. El sudor cubría su cara y las lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas. Era verdaderamente el hombre de dolores tomado por la agonía. Involuntariamente, yo pensaba en Cristo en el Jardín de los Olivos.

Se veía claramente, que profiriendo las palabras de la Consagración, padecía un real martirio. A cada palabra, un choc parecía recorrer sus miembros. ¿Sería posible, como ciertos lo piensan, que él sufría entonces más intensamente la Pasión de Cristo y que los salmos dolorosos, que él reprimía cuanto posible, lo impedían en un momento continuar? O debemos interpretar a la letra las palabras del Padre diciendo que el demonio se aventure garfios hasta en el altar? En son actitud tan impresionante, se asistía por lo tanto a una lucha real contra Satán, que, en ese momento, redoblaba sus esfuerzos para atormentarlo.
Las dos suposiciones son aceptables.

Frecuente, cuando abandonaba el altar, después de la misa, ciertas expresiones involuntarias y reveladoras se le escapaban. Como hablándose a sí mismo, decía por ejemplo: «Me siento quemar... » y también : « Jesús me dijo... ».

En cuanto a mi, yo he estado, como todos aquellos que han tenido la alegría de participar en esta misa, vivamente impresionado por esta emocionante celebración.

Un día, hicimos al Padre, la pregunta: «Padre, ¿qué es su misa para usted?».

El Padre respondió: « Una unión completa entre Jesús y yo ».

La misa del Padre Pío era verdaderamente esto: Le Sacrificio del Gólgota, el Sacrificio de La Iglesia, el Sacrificio de la última Cena y también nuestro Sacrificio.

Y, aún: « ¿Somos los únicos que estamos en torno del altar durante la misa?

– En torno de el altar, están los Ángeles de Dios.

– Padre, ¿qué se encuentra en torno de el altar?

– Toda la Corte celestial.

– Padre, ¿está también presente la Virgen María durante la misa?

– ¿Puede una Madre permanecer indiferente para con su Hijo? ».

En una carta que el Padre escribió, en mayo 1912, sabemos que la Santísima Virgen lo acompañaba en el altar. La Madre de Dios y nuestra Madre evidentemente no tiene otra preocupación que la de su Hijo Jesús que se hacía visible, a nuestros ojos, en la carne del Padre Pío, herido de amor por Dios y sus hermanos.

-«Padre, ¿cómo debemos asistir a la misa?

– Como la Santísima Virgen y les santas mujeres, con amor y compasión. Como san Juan asistía a la Ofrenda Eucarística y al Sacrificio sangriento de la Cruz . »

Un día que la multitud de peregrinos era particularmente densa en la iglesia de San Giovanni, el Padre me dijo después de la misa:
-«¡Me acordé de usted en el altar!».
-Le pregunté: « Padre, ¿tiene usted en la memoria todas les almas que asisten a su misa? ». -Respondió: « ¡En el altar, veo a todos mis hijos como en un espejo!».

Toda la vida del Padre Pío ha sido una Pasión de Jesús. Su jornada entera era la continuación del Sacrificio de la misa.

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